29 junio, 2006

MICHEL HOUELLEBECQ, LA POSIBILIDAD DE UNA ISLA

“Bienvenidos a la vida eterna”, así comienza la nueva novela de Houellebecq, como el anuncio de un hecho consumado, el triunfo definitivo sobre la muerte y su amargo aliado, el mecanismo de la reproducción humana. “¿Quién de entre ustedes merece la vida eterna?” Éste es el desafío que al volver la página, sin salir del breve prólogo de la novela, Houellebecq se atreve a proponer al lector, especialmente al más ingenuo. Cuando la novela llega a su final y el último clon del protagonista se enfrenta por fin a la materialización de la vida eterna y abraza la “posibilidad de una isla”, en medio de la devastación del tiempo y el espacio, la narración concluye con esta ambigua sentencia: “La vida era real”. La cuarta novela de Houellebecq se configura, pues, como un viaje filosófico entre dos polos extremos de la experiencia humana: el afán de eternidad e inmortalidad que subyace al inicio de cada vida y la aguda conciencia de su irrelevancia en el orden cósmico.

La trama de la novela se organiza así como una narración en contrapunto entre el relato autobiográfico de Daniel 1, un cómico ácido y desengañado, clown cinematográfico y televisivo, y los comentarios de sus clones (Daniel 24 y Daniel 25) desde un remoto futuro. Daniel 1, profesional paradigmático de la sociedad del espectáculo, refiere básicamente las desventuras de su exitosa carrera artística, la práctica y problemática del sexo y el sexo de las chicas jóvenes en particular; así como su fallido matrimonio con una mujer a la que no le gustaba practicarlo y le aterrorizaba envejecer (Isabelle) y el desesperado amor por una jovencísima actriz española, Esther, a la que le gustaba demasiado; y, además, a su interesada participación en la apoteosis de los “elohimitas”, una secta (réplica de la secta real de los “raelitas”), que promete la juventud eterna a sus fieles gracias a un sofisticado procedimiento consistente en clonar sus cuerpos transfiriéndoles los datos esenciales de su conciencia. El relato episódico de Daniel 1, un triunfador absolutamente consciente del fracaso ontológico inherente a cualquier existencia humana, no carece de alicientes humorísticos y eróticos, provocaciones constantes hacia toda forma de veneración (ni Nabokov se salva del varapalo) y una mirada sarcástica demoledora hacia las creencias y conductas más necias de nuestra época (incluida la consagración pública de resabiados bufones como Daniel). Los comentarios de los clones se rodean de una melancolía inquietante e inhumana, propia de seres que han excluido el placer y el dolor de sus neutras vidas.

Esta insólita amalgama de crónica realista contemporánea (Daniel 1 registra los hechos relevantes de su vida con una conciencia dolorosa de la vejez y el sufrimiento, pero también del placer, a fin de que los neohumanos mantengan una conexión emocional e intelectual con él) y de perspectiva postapocalíptica sobre el futuro (la tierra ha sido devastada por guerras, cataclismos geológicos y una gran sequía, y la especie humana ha regresado a la barbarie tras sufrir numerosas mutaciones) confiere a esta novela una cualidad altamente sugestiva e innovadora. En cualquier caso, la finalidad última de esta original hibridación narrativa (naturalismo existencial y ficción científica) radica en poder postular la “inmortalidad” del texto novelístico que el lector actual lee con igual fascinación o disgusto con el que la leerán las generaciones posteriores de clones.

Por otra parte, el tratamiento narrativo reservado a la secta “elohimita” no carecería tampoco de ironía. La historia de su reconversión en una nueva religión de éxito, con un ingente número de adeptos en todo el mundo, producto de la coincidencia de sus postulados fundacionales con el culto contemporáneo a la juventud, la diversión perpetua, el hedonismo vulgar y la idolatría materialista de la sociedad de consumo, hacen de esta parodia corrosiva de la vida eterna un efectivo correctivo aplicable también al sistema de valores dominante del capitalismo global. La vida humana, según la perspectiva científica adoptada por Houellebecq, habría entrado en una incontrolable fase de devaluación a finales del siglo XX y comienzos del XXI , condenada a repetir sus errores hasta la extenuación o bien obligada a reinventarse, como ya planteara en Las partículas elementales , a través de una forma de vida superior, integrada por clones generados y controlados por una vasta red de inteligencias cibernéticas.

Por tanto, si tuviera razón Guy Scarpetta (estupendo escritor y crítico parisino responsable, sin embargo, de que la etiqueta “nuevo reaccionario” se aplique al autor de esta novela polémica) y aceptáramos considerar como gran demérito de Houellebecq el haber devuelto su crédito artístico a la “novela de tesis”, habría que entender esta hipotética tesis novelada del modo más irónico posible: un ataque frontal al modo en que el mundo y la vida han sido organizados por las sociedades humanas desde su misma aparición. Y una implacable refutación de sus fundamentos más firmes escenificada como irrisión de la ambiciosa creencia de que una vida tan banal e insignificante pueda aspirar todavía a alguna forma de inmortalidad o soñar con alguna estratagema de perpetuación infinita.

No obstante, a pesar de definirse como “novelista kantiano”, Houellebecq habría desarrollado este argumento especulativo con tanta radicalidad y un sentido tan agudo del estado terminal de la cultura humana (no sólo del humanismo occidental sino también de las diversas religiones o sistemas de valores, lo mismo el Islam o el catolicismo que el comunismo, el fascismo o el consumismo) que dejaría de ser un postulado ideológico de innegable eficacia para convertirse en un puro escenario novelístico, la premisa creativa de un artefacto de indefinible ambigüedad moral. Una actitud pesimista tan desafiante y excesiva, en suma, que acaba resultando tonificante, como sucede con sus precursores más notorios: Chamfort, Sade, Baudelaire, Flaubert, Céline o Bernhard. Por no hablar de Lovecraft, maestro gótico del horror mundano.

Éstas serían, finalmente, algunas de las razones por las que al ciudadano del siglo XXI, tan cansado de las mentiras piadosas de los partidos políticos y otros grupos del poder establecido como de los mensajes publicitarios que han suplantado la promesa de felicidad ultramundana por una posibilidad de satisfacción material en realidad inalcanzable, el discurso de Houellebecq le resulta tan convincente. En cierto modo, todas las novelas de Houellebecq (completo ahora el ciclo con la publicación de esta contundente cuadratura de todos sus motivos y obsesiones) constituirían el “inconsciente político” de la sociedad europea contemporánea. El increíble éxito de Houellebecq se fundaría entonces en haber sabido articular, no importa si por afán de notoriedad mediática o de cruda revancha social, como le achacan sus enemigos, un discurso provocativo, minoritario e impopular con fuerte tirón mayoritario en un contexto comunicativo donde la narrativa parecía condenada por imperativos comerciales a la inanidad estilística, el entretenimiento inofensivo o el ocio más anodino. Ésta es la médula paradójica del fenómeno Houellebecq. Y el resto es literatura.

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