14 noviembre, 2006

Tercer Suplicio

Entré en mi pieza cargado con una saca polvorienta chorreando sangre. Los primeros rayos de sol iluminaban mi mesilla, atravesaban la ventana, se filtraban a través del cristal, se expandían como una leve idéa e incidían sobre la mesilla de noche inundándola de color. El mármol negro reflectaba una especie de luz grisácea, direccionada hacia el techo, algo así cómo una mancha descolorida algo diluída y deformada, en un plano levemente desplazado respecto a la mesilla. Ese único haz de luz me guiaba junto con mi saco a través de una pieza, por lo general en penumbra. Arrojé el saco sobre unos periódicos extendidos sobre el suelo, deshice el difícil nudo del cordaje que cedía, un cerraje del extremo ahora abierto, desprendido del recio paño de saco viejo. Entonces, miré hacia su contenido con los ojos ahora acostumbrados, a tan general oscuridad.

Lo que obtuve al vaciar el saco era esto: un cuerpo delgado y pálido ensagrentado por las heridas que le practiqué al matarlo. Abrí como siempre el tórax con unas grandes tenázas broncíneas. Las costillas al partirse producían un leve chasquido al astillarse, un fuerte hedor a cuerno quemado y un fortuito clac final al cerrarse las crucetas metálicas con apliques de recubrimiento gomoso y un muelle que forzaba la estructura de tijera atornillada y luctuosamente engrasada. Al practicar esta operacion varias veces sobre los huesos y tendones, mi mano diestra se resentía y con tanto ímpetu y deliberación había realizado el macabro desmembramiento que sin apenas apercibirme de mi error, había pellizcado levemente el pellejo de piel que separaba dedos indice y pulgar.

Siempre realizaba parecido procedimiento. Practicaba un largo tajo con el cuchillo maestro, desde justamente debajo del cuello hasta el torneado pubis de la víctima. Al abrirlo todo era indistinguiblemente rojizo. Era realmente complejo encontrar los distintos órganos que entonces urgían para mis macabros experimentos. En esta ocasión, tambien me fue harto difícil encontrar riñones e hígado. Una vez extraidos los metía en agua clara para desprenderles los coágulos y los restos pegagosos que se adherían a pieza. Las visceras , los pulmones, el corazón etc, eran arrancados de cuajo con ambas manos, sin preocupación alguna por apoderarse de ellos intactos. Normalmente estos restos los tiraba sin mayor dilación, ya que ni siquiera mis animales los querían. Me limite en separas extremidades, cabeza y cuello, y finalmente el torso del que arrancaba la espina dorsar, dándole la vuelta. En el interior había una sustancia muy sabrosa. Luego reservaba las partes más tiernas para cocerlas aparte.

Me entretuve apartándole bien las nalgas y explororándole el ojo del culo. Le deslizaba la polla hasta la empuñadura y me corría con fuerza, una vez descargado la mantenía dentro durante un lago rato. Aquella situación me producía fiebre, el cuerpo inerte de mi compañero de luctuosas y trasnochadas fechorías lúbricas, todavía emitía un leve, pero suficiente calorcillo. Tenía miedo de que una vez muerto y despedazado se me cagara encima, pero me aseguré de que no lo hiciera, ya que mi polla solamente atravesaba el orificio del culo y poco más, luego mi prepucio entraba el contacto con un absoluto, vacío, luctuoso, y libre de excrecencias. Luego aquel culo servía para ser asado y con una guarnición, ingerido y muy provechosamente digerido.

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