BRUNO SCHULZ. BAJO LA CLEPSIDRA
¿Qué aspecto tengo? A veces me contemplo en el espejo. ¡Espectáculo extraño, ridículo y doloroso! Nunca me veo de frente, cara a cara. Un poco más al fondo, más lejos, me detengo allí, en el reflejo, de lado, de perfil; permanezco así, sumido en mis pensamientos, y miro de reojo detrás mío. Nuestras miradas dejaron de encontrarse. Cuando me muevo él se mueve también dándome la espalda como si ignorase mi presencia, como si hubiese franqueado muchos espejos y no pudiera ya volver. La pena aprieta mi corazón cuando lo veo, tan ajeno e indiferente. ¡Eres tú, quisiera gritar, tú fuiste mi reflejo fiel, me acompañaste durante años y ahora no me reconoces! ¡Por Dios!
Extraño, con la mirada desvaída, permaneces y pareces escuchar algo, esperar una palabra más de allí, del abismo vítreo, obedeces a otros, esperas sus órdenes.
Sentado, en la mesa hojeo los viejos, amarillentos apuntes universitarios, mi única lectura.
Bruno Schulz
Sanatorio bajo la clepsidra, 1937
Bruno Schulz fue uno de los grandes escritores, uno de esos grandes prestidigitadores que convierten el mundo en palabras. En éste, su segundo y último libro, la escritura, con sus febriles acumulaciones de metáforas y sus imprevisibles lanzamientos al aire de objetos pesados, parece aún más singular que en el primero. El mágico caserío y la familia se difuminan, con débil resplandor en la pompa del calendario y en el desdoblamiento de una joven conciencia. La sensibilidad se muestra enteramente artística: «la fervorosa belleza del mundo» se revela por medio de los símbolos transparentes del álbum de sellos de un condiscípulo, y los soberbios efectos atmosféricos del tránsito de las estaciones son conjurados, más de una vez, en términos de deliberados escenarios teatrales, «un teatro ambulante, poéticamente ilusorio, una enorme cebolla roja que siempre descubre nuevos panoramas bajo cada una de sus capas». Estos panoramas se le entregan al autor a través de los lentes de la memoria -esa elaboración cerebral privativa del hombre que requiere la inyección de un lenguaje para poderla codificar. El tenaz artificio del lenguaje logra comprometer a la naturaleza en su conspiración:
¿Quién sabe del paso del tiempo cuando la noche baja la cortina un instante sobre lo que ocurre en sus profundidades? Ese corto intervalo, sin embargo, es suficiente para cambiar el decorado, para liquidar la gran empresa de la noche y toda su fantástica pompa tenebrosa. Podéis despertaros aterrorizados con el sentimiento de haber dormido en exceso, y veréis en el horizonte el radiante rayo luminoso del alba y la negra masa sólida de la tierra.
Sensible a lo informe, Schulz concede más atención que Samuel Beckett al hastío, al preponderante limbo de la vida, a las pruebas falsas de la experiencia, a las estaciones muertas, a aquellos negativos trechos del tiempo en los que dormimos o damos cabezadas. Su percepción del tiempo ocioso es tan fuerte que el inexorable medio temporal parece débil e inconstante.
Todos sabemos que el tiempo, ese elemento indisciplinado, se mantiene precariamente dentro de sus límites gracias a una labor incesante, a un cuidado meticuloso y a una continua regulación y corrección de sus excesos.
Liberado de esta vigilancia, empieza de inmediato a hacer trucos, a correr salvaje, a practicar irresponsables bromas y a entregarse a locas payasadas. La incongruencia de nuestros tiempos privados se muestra evidente.
«La incongruencia de nuestros tiempos privados» -la frase encierra un rasgo problemático de la literatura moderna: su encarcelamiento en lo personal. Al dejar de lado a reyes, héroes y hasta las sagas populares que inspiraron a Joseph Conrad y Thomas Hardy, el escritor parece condenado a vivir, como el narrador de «Soledad» (en El Sanatorio bajo la ciepsidra), en su antiguo cuarto de infancia. Limitado, en una época científica que ha redefinido la verificación, a los episodios que ha presenciado, a la existencia vivida entre monótonos minutos, el escritor es impulsado a exagerar y la textura de la magnificación es caprichosa. De un modo más puro que Proust o Kafka, Schulz renunció a las múltiples deformaciones de una reflexión obsesiva, entregándonos unas veces un padre tan birllante como el meteoro reluciente que, «rutilando con mil luces», salta a la lona del cuerpo de bomberos y, en otras ocasiones, un padre reducido a basura.
¿He de confesar que mi habitación está amenazada? ¿Cómo? ¿Amurada? ¿Cómo podría abandonarla? Eso es; no hay obstáculos para una voluntad firme, nada puede oponerse a esa gran ansia. Únicamente tengo que imaginarme la puerta, una buena y vieja puerta como la de la cocina de mi niñez, con un picaporte de hierro y un pestillo. No hay habitación amurada que no pueda ser abierta con tal puerta; sólo hace falta la fuerza de la imaginación para insinuarlo.
Bruno Schulz
Sanatorio bajo la clepsidra, 1937
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