LOS ARCHIVOS DE JUSTO SERNA
Microhistoria de un mundo hecho pedazos
¿El hombre feroz?
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¿Hablamos de hombres-lobo? No, no crean que la figura del licántropo es sólo un personaje antiguo, propio de culturas arcaicas aquejadas de atavismos. Es también un carácter de nuestros días: gente que muda de piel y que se deja dominar por sus instintos, por el influjo dañino de la Luna. O gente patética que es recreada en novelas recientes. Me refiero a La noche del lobo, de Javier Tomeo. En este escritor, los animales suelen desempeñar papeles estelares o parlanchines, al modo de las viejas fábulas. Pero, en Tomeo, lo más significativo no es eso. Lo propio de este autor es idear mundos con individuos que se sienten como animales (como fieras), o a quienes el lector acaba viendo como monstruos (como bestias). La última novela que de él he leído y que les recomiendo como insano divertimento para estos días de Puente es precisamente esa que citaba: La noche del lobo.
El lobo es una figura muy interesante de la cultura occidental: tan interesante como para que la rodee un ambiente de mito y de leyenda. A él se le han dedicado cuentos y de él se ha destacado su rapiña: su temible ferocidad. Destruye haciendas, devora rebaños enteros y con Caperucita…, pues con Caperucita quiere tener trato carnal. El lobo feroz se embosca, se oculta, vive en la oscuridad y acecha para nuestro horror y para nuestra perdición. Pero no es del lobo exactamente de quien quiero hablar, sino de un pariente cercano: del licántropo.
Qué tristeza la suya. La del licántropo, me refiero. Por un lado, los hombres-lobo nos producen instintiva repulsión. Nos provocan rechazo porque son el fruto insólito de una dentellada o de una cópula bestial, porque son híbridos antinaturales, compuestos informes; pero sobre todo porque su apariencia extraña, inaudita, parece revelar la perversidad de su alma menoscabada, sin interlocutor. ¿A qué se debe su ferocidad lunática, esa ferocidad que, por ser hombre, es maldad? El licántropo es un humano monstruoso, desamparado, sin identidad definida ni estable, un humano que experimenta una metamorfosis con la Luna llena, un ser que da aullidos de soledad y que mata provocando dolor gratuito. Es la suya una doble naturaleza, mitad hombre, mitad bestia, y eso, esa aleación incongruente, nos repugna, pues atenta contra el buen sentido y el orden natural, contra la sensatez y la estabilidad previsible de las cosas. El género de terror hizo suyo este miedo ancestral al híbrido, al monstruo, a la metamorfosis, porque ese cambio de naturaleza explicaría los instintos más dañinos, la propensión a infligir mal que anida en nuestra alma. Pulsión de muerte, la llamó Freud.
Pero, al margen del dolor, la simple visión del híbrido produce espanto, precisamente porque nos enfrenta a una personalidad maleable, cambiante, de índole confusa: a un ser indefinible. Hay en él una disolución del yo y una confusión entre partes incompatibles. Los relatos clásicos que recrean la figura del hombre-lobo atribuyen esa condición a grupos muy diversos. A los húngaros-transilvanos, por ejemplo. Pero también a los normandos, a los pieles rojas, a los galeses, a los cárpatos. Etcétera. Es decir, a toda etnia que despierte algún tipo de sospecha, a todo grupo al que se adjudiquen características insólitas. Aunque es un personaje muy varonil –al fin y al cabo, a su repulsivo hermano, el lobo feroz , le gustan las niñas–, hay relatos en que adopta el perfil de una mujer maligna: en esos casos, claramente emparentada con la zorra de los cuentos.
De todas las narraciones de hombres-lobo que recuerdo haber leído, una de las mejores es El Campamento del lobo, de Algernon Blackwood, extraído de la serie de John Silence. Es un relato evidentemente alegórico, como suelen ser los mejores del género y su moraleja es muy edificante. En cada uno de nosotros hay un cuerpo fluido (o un Doble) en el que tienen asiento nuestras pasiones, nuestros deseos. Mientras está sofrenado y unido al cuerpo físico no hay peligro. Pero si se relajan los lazos de la civilización, del control y de la contención, ese cuerpo fluido puede proyectase fuera. ¿Qué ha de ocurrir para que tal eventualidad se cumpla? Un deseo fuerte, irreprimible, que quede sin satisfacer. Si por nuestras venas corre, además, sangre salvaje (de un piel roja, por ejemplo), la explosión libidinal es segura y nos convertiremos en una fiera, en un hombre-lobo, por ejemplo. Etcétera, etcétera. Admitirán que la historia del británico Algernon Blackwood tiene evidentes resonancias freudianas, ecos que yo no fuerzo, sino que están en un tiempo, 1908, en que el psicoanálisis comenzaba a ser ya la “peste” que se extendía (en palabras de su creador)[...]
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