EL FRENESÍ DE SADE
En medio de toda esa ruidosa epopeya imperial se ve flamear esa cabeza aterradora, ese pecho enorme surcado de relámpagos, el hombre- falo, perfil augusto y cínico, gesto de titán terrible y sublime; en esas páginas malditas se siente circular como un escalofrío de infinito, se siente vibrar sobre esos labios quemados, coma un soplo de ideal tormentoso. Aproximaos y oiréis palpitar en esa carroña cenagosa y sangrante arterias del alma universal, venas hinchadas de sangre divina. Esta cloaca está amasada con azul de cielo; hay en esas letrinas algo de Dios. Cerrad los oídos al choque de las bayonetas, al gañido de los cañones; apartad la vista de esa marea oscilante de batallas perdidas o ganadas; entonces veréis destacarse de esa sombra un fantasma inmenso, deslumbrante, inexpresable; veréis pender por encima de toda una época sembrada de astros el rastro enorme y siniestro del marqués de Sade.
[Swinburne]
La fosa, una vez recubierta, será sembrada, para que después, al encontrarse el terreno de la citada fosa guarnecido, de nuevo y el bosque cubierto como lo estaba antes, las huellas de mi tumba desaparezcan de encima de la superficie de la, tierra cama me satisface que mi memoria desaparezca de la memoria de los hombres.
[El Marqués de Sade]
Al excluirse de la humanidad, Sade no tuvo en su larga vida más que una ocupación que decididamente le interesó: enumerar hasta el agotamiento las posibilidades de destruir seres humanos, destruirlas y gozar con el pensamiento de su muerte y sus sufrimientos. Una descripción ejemplar, aunque fuese la más hermosa, habría tenido poco sentido para él. Sólo la enumeración interminable, aburrida, tenía la virtud de extender ante él el vacío, el desierto, al que aspiraba su rabia (y que sus libras vuelven a presentar ante aquellos que los abren).
El frenesí alejaba la conciencia. A su vez la conciencia en su condena angustiada negaba e ignoraba el sentido del frenesí. Sade fue el primero que en la soledad de la presión dio expresión razonada a esos movimientos incontrolables, sobre cuya negación ha fundado la conciencia el edificio social y la imagen del hombre. Para ello tuvo que dar la vuelta e impugnar todo lo que los demás consideraban inamovible. Sus libros producen la sensación de que, con una resolución exasperada, quería lo imposible y el envés de la vida: tuvo la firme decisión del ama de casa que, deseando terminar, desuella a un conejo con un movimiento seguro (también el ama de casa revela el reverso de la verdad y, en ese caso, el reverso es también el corazón de la verdad). Sade se basa en una experiencia común: La sensualidad fue libera de las trabas ordinarias- se despierta no sólo ante la presencia, sino también ante una modificación del objeto posible. En otros términos: como un impulso erótico es un desencadenamiento (con relación a los comportamientos de trabajo y, en general, a las conveniencias sociales) lo desencadena el desencadenamiento coincidente de su objeto. "Desgraciadamente el secreto está más que demostrado - observa Sade -, y no existe un libertino que esté ya algo anclado en el vicio que no sepa hasta qué punto el crimen tiene poder sobre los sentidos..."
La imaginación de Sade ha llevado hasta el límite ese desorden y ese exceso. Nadie, a menos que no le preste oídos, termina los Ciento veinte días sin estar enfermo: el más enfermo es desde luego aquel que se siente enervado sexualmente por esta lectura. Esos dedos partidos, esos ojos, esas uñas arrancadas, esos suplicios en donde el horror moral agudiza el dolor, esa madre que se ve conducida por el engaño y el terror al asesinato de su hijo, esos gritos, esa sangre vertida entre tanta fetidez, todo al fin se suma para producirnos la náusea. Nos supera, nos asfixia y produce, al mismo tiempo que un agudo dolor, una emoción que descompone y que mata. ¿Cómo se atrevió? Y sobre todo, ¿cómo pudo? El que escribió esas páginas aberrantes lo sabía, estaba llegando al último límite imaginable: no hay nada respetado que él no ridiculice, nada puro que no mancille, nada amable que no colme de horrores. Cada uno de nosotros se ve personalmente afectado: por poco que nos quede de humano, ese libro ataca como una blasfemia, y como una enfermedad del rostro, a todo lo más querido, lo más santo. Pero ¿y si seguimos adelante? Ese libro es el único ante el cual el espíritu del hombre está a la medida de lo que es. El lenguaje de los Ciento veinte días es el del universo lento, que degrada con golpe certero, que martiriza y destruye la totalidad de los seres a los que dio vida.
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