01 noviembre, 2006

En Francia florece entonces, solitario y salvaje, un poeta extraordinario, Villon, cuyos impresionantes poemas son únicos. Sigamos con la literatura francesa y encontramos algunas obras imprescindibles para nosotros: por lo menos necesitamos un volumen de los ensayos de Montaigne, luego «Gargantúa» y «Pantagruel» de Francois Rabelais, el riente maestro del humor y fustigador de los mediocres, luego los «Pensées» y quizás también las «Provinciales» de Pascal, el piadoso solitario y ascético pensador. De Corneille tenemos que quedarnos con «Le Cid» y «Horace»; de Racine con «Phédre», «Athalie» y «Berenice», así reunimos a los padres y clásicos del teatro francés, pero aún falta el tercer astro, el autor de comedias Moliere, cuyas obras maestras añadimos en un volumen antológico. Pensamos consultar a menudo a este maestro de la sátira, el creador del Tartufo. Las fábulas de Lafontaine y «Télémaque» del refinado Fenelon tampoco deberían faltar. Podemos prescindir creo de los dramas de Voltaire, igual que de sus poemas, pero necesitamos uno o dos volúmenes de su brillante prosa, sobre todo el «Candide» y «Zadig» cuyo sarcasmo y buen humor fueron para el mundo durante algún tiempo un modelo del llamado ingenio francés. Francia tiene muchas caras, también la Francia de la Revolución, y así aparte de Voltaire necesitamos el «Figaro» de Beaumarchais y «Les Confessions» de Rousseau. Ahora me doy cuenta de que he olvidado el «Gil Blas» de Lesage, la maravillosa novela picaresca, y «Manon Lescaut», conmovedora historia de amor del Abbé Prévost. Sigue el romanticismo francés y su heredera, la serie de los grandes novelistas. ¡Aquí citaría cientos de títulos! Pero atengámonos a lo realmente único e insustituible. Ahí están sobre todo las novelas «Le Rouge et le Noir» y «La Chartreuse de Parma» de Stendhal (Henry Beyle), en la lucha entre un alma ardiente y una razón superior, desconfiada y alerta, producen un tipo completamente nuevo de literatura. No menos único es el libro de poemas de Baudelaire «Les fleurs du mal». Junto a estos autores las amables figuras de Musset y de los narradores románticos llenos de encanto como Gautier y Murger, resultan pequeños. Sigue Balzac de cuyas novelas debemos poseer por lo menos «Le Pére Goriot», «Eugénie Grandet», «La Peau de Chagrin» y «La Femme de trente ans». A estos libros violentos, añadimos las magistrales y nobles novelas cortas de Mérimée y las obras principales de Flaubert, el prosista francés más sutil, «Madame Bovary» y «L'éducation sentimentale». De aquí bajamos algunos peldaños hasta Zola que, sin embargo, también debe estar presente, por ejemplo con «L'assomoir» o «La faute de l'abbé Mouret» y también Maupassant con algunas de sus bonitas novelas cortas, ligeramente mórbidas. Así llegamos a la frontera del tiempo moderno que no queremos traspasar, si no tendríamos que enumerar aún algunas obras nobles. Pero no debemos olvidar los poemas de Paul Verlaine, quizás los más inspirados y delicados de toda la poesía francesa.

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En la literatura inglesa comenzamos con «The Canterbury Tales» de Chaucer (final del siglo XIV), en parte inspirados en Boccaccio, pero con un tono más moderno; es el primer autor inglés propiamente dicho. Junto a su libro colocamos las obras de Shakespeare, no en forma de selección, sino en su totalidad. Nuestros maestros han hablado con mucho respeto de «Paradise Lost» de Milton, pero ¿lo ha leído alguno de nosotros? No. De modo que renunciamos a él, quizás injustamente. Las cartas de Chesterfield a su hijo no constituyen un libro virtuoso, pero lo incluiremos. De Swift, el genial irlandés, el autor del «Gulliver», tomamos todo lo que podemos; su gran corazón, su amargo humor, su genialidad solitaria compensan sobradamente todas las extravagancias de su extraño carácter.

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Entre las numerosas obras de Daniel Defoe nos importan «Robinson Crusoe» y «The Fortunes and Misfortunes of the Famous Moll Flanders», con ellas comienza la espléndida serie de las novelas clásicas inglesas. Nos quedamos quizás también con «Tom Jones» de Fielding y «The Adventures of Peregrine Pickle» de Smollet, pero sin dudarlo con «Tristram Shandy» de Sterne y su «A Sentimental Journey», dos libros auténticamente ingleses que pasan del sentimentalismo al humor más peculiar. De Ossian, el bardo romántico, tenemos bastante con lo que hallamos en el «Werther» de Goethe. No debemos olvidar los poemas de Shelley y de Keats que forman parte de lo más hermoso que hay en poesía. De Byron, en cambio, a pesar de lo mucho que admiro a este superhombre romántico, nos contentamos con uno de sus grandes poemas, preferiblemente con «Childe Harold». También incluimos por piedad una de las novelas históricas de Walter Scott, por ejemplo «Ivanhoe». Y del desdichado Quincey tomamos, aunque es un libro muy patológico,«Confessions of an English Opium-Eater». No debemos olvidar un volumen de ensayos de Macaulay y de Carlyle, el amargo, además de «On Heroes» quizás «Sartor Resartus» por su humor tan típicamente inglés. Luego vienen las grandes estrellas de la novela: Thackeray con «Vanity Fair» y «The Book of Snobs», y Dickens, a pesar de su sentimentalismo ocasional, el más grande narrador inglés con su corazón bondadoso y su espléndido humor, del que debemos incluir por lo menos los «Pickwick Papers» y «David Copperfield». Entre sus seguidores nos parece especialmente importante Meredith, sobre todo por «The Egoist» y quizás también «Richard Feverel». Las hermosas poesías de Swinburne (aunque extraordinariamente intraducibies) no deben faltar, tampoco uno o dos volúmenes de Oscar Wilde, sobre todo su «Dorian Gray» y algunos ensayos. La literatura americana puede estar representada por un volumen de novelas cortas de Poe, el poeta del miedo y del horror, y los audaces poemas patéticos de Walt Whitman.

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De España escogemos sobre todo el «Don Quijote» de Cervantes, uno de los libros más grandiosos y al mismo tiempo más encantadores de todos los tiempos, la historia del caballero errante y sus luchas con seres malvados imaginarios y de su rollizo escudero Sancho, dos figuras inmortales. Pero tampoco renunciamos a las novelas cortas del mismo autor, verdaderas joyas de un arte superior de la narrativa. También necesitamos una de las famosas novelas picarescas españolas, precursoras del buen Gil Blas. La elección es difícil, me decido por «La vida del Buscón» de Quevedo y Villegas, una obra sabrosa llena de aventuras violentas y bromas increíbles. De los autores dramáticos españoles de los que hay un número considerable y noble, me parece imprescindible Calderón, el gran autor del Barroco, el mago de un escenario tanto mundano y pomposo como espiritual y edificante.

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Nos quedan todavía por recorrer diversas literaturas, como la holandesa y flamenca, de la que elegimos el «Tyl Ulenspegel» de Coster y «Max Havelaar» de Multatuli. La novela de Coster, una especie de hermano tardío de Don Quijote, es una obra épica del pueblo flamenco. «Havelaar» es el libro principal del mártir Multatulique hace algunos decenios dedicó su vida a la lucha en favor de los malayos explotados.

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Los judíos, el pueblo disperso, han dejado en muchísimos países y en muchas lenguas del mundo obras que no debemos olvidar. Hay que incluir aquí los poemas e himnos hebreos del judío español Jehuda Halevy, y las leyendas más bonitas de los judíos chassídicos. Las encontraremos en la traducción clásica de Martin Buberen sus libros «Baalschem» y «Der grosse Maggid» («El gran Maggid»).

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Del mundo nórdico nos quedamos para nuestra colección con los «Lieder del alten Edda» («Cantares de la vieja Edda») traducidos por los hermanos Grimm, y con una de las sagas islandesas, por ejemplo la del escaldo Egil o una selección y versión como el «Isländerbuch» («Libro de los islandeses») de Bonus. De las literaturas escandinavas más modernas escogemos los cuentos de Andersen, las narraciones de Jacobsen, las obras principales de Ibsen y varios volúmenes de Strindberg, aunque estos dos últimos no tengan quizás en el futuro tanta importancia. La literatura rusa del siglo pasado es especialmente rica. Como Pushkin, el gran clásico de la lengua rusa, pertenece a los autores intraducibies, comenzamos con Gogol, cuyas «Almas muertas» y relatos menores incluimos en nuestra biblioteca. De Turgeniev tomamos «Padres e Hijos», una obra maestra ya un poco olvidada y «Oblomov» de Gontcharov. De Tolstoi, cuyo enorme talento artístico ha sido olvidado a veces ante la problemática de sus sermones y esfuerzos reformistas, necesitamos por lo menos las novelas «Guerra y paz» (quizás la novela rusa más hermosa) y «Ana Karenina», pero tampoco queremos prescindir de sus cuentos populares. Y de Dostoievski no debemos olvidar ni los «Karamazov», ni «Crimen» y castigo», y tampoco su obra más espiritual «El idiota».

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