Primer Suplicio
Amanecía soleado en lo que se perfilaba una jornada de transición de lo más apacible y soportable. Sucedidas las horas, todo remanso de soledad y aguas tranquilas, pasó a deformarse en una pútrida ciénaga oscura de fétido hedor a coágulo sebáceo y mierda infecta. Tras desaparecer aquella bella ensoñación del amanecer, después de que la niebla densa y gris descubriera los aterciopelados campos cubiertos de madereselvas y violetas silvestres, y dónde los pipirigallos subidos en las altas copas de los robledales y los alcornoques daban con sus amables trinos los buenos días, a los más madrugadores jornaleros de los campos de labra y a los más diestros pasotores de rebaños, que desde las primeras escarchas, ivadían de cabras y ovejas los campos abandonados en barbecho durante aquella temporada.
Sin nada que hacer, muerto de asco, comiéndome las yemas de los dedos a falta de uñas. Observando desde la ventana al viejo pocero cegar los agujeros que habían servido la noche anterior a modo de lecho a mis infortunadas víctimas. Esperando intraquilo el disipar de la niebla y deseando que se hiciera pronto de noche, para una vez más, impulsado por un incontrolable frenesí de lubricidad y deseo de asesinar, mis más estrafalarias y inconfesables fantasías se vieran realizadas de la manera más sangrienta y atroz.
Me dediqué a rebuscar entre los desperdicios de la pasada noche con tal de saciar por el momento mi goloso apetito raramente complacido con las sobras putrefactas de cadáveres descuartizados com premura y mimo durante la vigilia. Los restos que había dejado cocer a fuego lento, la carne humana horneada, las partes de las que no había apetecido con anterioridad, las destinaba para mi pequeño corralillo ocupado por una jauría de jabalíes ansiosos y que no hacían distinciones a la hora de manifestar su preferencia, sobre todo por las inmundicias más repulsivas del ser humano, ya sean las criadillas más suculentas, cualquier tipo de vísceras a cúal más correosa... con las que cebaba aquella indómita piara hambrienta de mollejas blandas y de restos de comida que sorpredentemente y por casualidad, solía encontrar en los estómagos reventados de mis poco afortunadas víctimas
Recorrido por un repentino deseo de descargar la notable tensión del considerable calibre de mi polla, mi holgado canzoncillos de algodón muy aerodinámico y sin costuras, no reparaba en mostrar el contorno de aquella portentosa herramienta, hacía aparecer frente a la ventana aquel mástil oblicuo de mi dicha aquel espectáculo digno de ser observado por las miradas curiosas y lascivas de muchachitas libres de periodo y de jovencitos sin poluciones nocturnas. Los veía excitados por la excelencia maestra de aquel báculo tieso y flagrante aprisionado en mis interiores, goteando lubriscente y manchurreado de restos de orina y poluciones cebáceas de la noche anterior. Con aquella enorme erección que transparentaba la fina licra a la bella luz de aquellos primeros dorados rayos de sol.
Asomaba por la ventana para que todo el mundo pudiera observar lo que la naturaleza me había obsequiado, para que incluso las viejas se remojaran las enaguas y las bellas muchachas pubescentes tuvieran el primer fragor de apetito en sus lampiñas hostiles rajas... Solía merodear ya mediado el ocaso los pequeños callejones y las inhóspitas callejas de los barrios bajos de la ciudad, en busca de jóvenes de no más de 16 años con los que saciar mi perversa saña homicida... mi abnegada condición homosexual, me inducía a satisfacer mis apetitos sirviéndome de retorcidos instrumentos de tortura con los que agujereaba el estómago o abría el torax de aquellos bribonzuelos, dejándoles sufrientes que perdieran la sangre y disfrutando del espectaculo. Luego extraía lo más apetecible de entre aquel manjar abierto todo rojo y confuso. Me costaba encontrar el hígado y los riñones, e irremediablemente excitado solamente me quedava deslizarles por el culo mi enorme polla tiesa, al fin libre y pletórica. Me corría dentro hasta la última sacudida y devoraba allí mismo sus tiernos testículos y las últimas secreciones de su boca.
Sin nada que hacer, muerto de asco, comiéndome las yemas de los dedos a falta de uñas. Observando desde la ventana al viejo pocero cegar los agujeros que habían servido la noche anterior a modo de lecho a mis infortunadas víctimas. Esperando intraquilo el disipar de la niebla y deseando que se hiciera pronto de noche, para una vez más, impulsado por un incontrolable frenesí de lubricidad y deseo de asesinar, mis más estrafalarias y inconfesables fantasías se vieran realizadas de la manera más sangrienta y atroz.
Me dediqué a rebuscar entre los desperdicios de la pasada noche con tal de saciar por el momento mi goloso apetito raramente complacido con las sobras putrefactas de cadáveres descuartizados com premura y mimo durante la vigilia. Los restos que había dejado cocer a fuego lento, la carne humana horneada, las partes de las que no había apetecido con anterioridad, las destinaba para mi pequeño corralillo ocupado por una jauría de jabalíes ansiosos y que no hacían distinciones a la hora de manifestar su preferencia, sobre todo por las inmundicias más repulsivas del ser humano, ya sean las criadillas más suculentas, cualquier tipo de vísceras a cúal más correosa... con las que cebaba aquella indómita piara hambrienta de mollejas blandas y de restos de comida que sorpredentemente y por casualidad, solía encontrar en los estómagos reventados de mis poco afortunadas víctimas
Recorrido por un repentino deseo de descargar la notable tensión del considerable calibre de mi polla, mi holgado canzoncillos de algodón muy aerodinámico y sin costuras, no reparaba en mostrar el contorno de aquella portentosa herramienta, hacía aparecer frente a la ventana aquel mástil oblicuo de mi dicha aquel espectáculo digno de ser observado por las miradas curiosas y lascivas de muchachitas libres de periodo y de jovencitos sin poluciones nocturnas. Los veía excitados por la excelencia maestra de aquel báculo tieso y flagrante aprisionado en mis interiores, goteando lubriscente y manchurreado de restos de orina y poluciones cebáceas de la noche anterior. Con aquella enorme erección que transparentaba la fina licra a la bella luz de aquellos primeros dorados rayos de sol.
Asomaba por la ventana para que todo el mundo pudiera observar lo que la naturaleza me había obsequiado, para que incluso las viejas se remojaran las enaguas y las bellas muchachas pubescentes tuvieran el primer fragor de apetito en sus lampiñas hostiles rajas... Solía merodear ya mediado el ocaso los pequeños callejones y las inhóspitas callejas de los barrios bajos de la ciudad, en busca de jóvenes de no más de 16 años con los que saciar mi perversa saña homicida... mi abnegada condición homosexual, me inducía a satisfacer mis apetitos sirviéndome de retorcidos instrumentos de tortura con los que agujereaba el estómago o abría el torax de aquellos bribonzuelos, dejándoles sufrientes que perdieran la sangre y disfrutando del espectaculo. Luego extraía lo más apetecible de entre aquel manjar abierto todo rojo y confuso. Me costaba encontrar el hígado y los riñones, e irremediablemente excitado solamente me quedava deslizarles por el culo mi enorme polla tiesa, al fin libre y pletórica. Me corría dentro hasta la última sacudida y devoraba allí mismo sus tiernos testículos y las últimas secreciones de su boca.