17 junio, 2006

EL CARÁCTER Y EL EROTISMO ANAL

Entre las personas a las que intentamos prestar ayuda por medio de los métodos psicoanalíticos hallamos con bastante frecuencia un tipo que se distingue por la coincidencia de ciertas cualidades de carácter y en el que atraen, además, nuestra atención determinadas singularidades, una de cuyas funciones somáticas y los órganos en ella participantes hubieron de presentar durante la infancia. No puedo ya indicar con exactitud cuáles fueron las ocasiones que me movieron a sospechar una relación orgánica entre aquellas cualidades del carácter y estas singularidades de ciertos órganos, pero sí puedo asegurar que en la emergencia de tal sospecha no participó prejuicio alguno teórico. Posteriormente, la acumulación de impresiones análogas ha robustecido en mí de tal modo la creencia en dicha relación, que hoy me aventuro ya a comunicarla. Las personas que me propongo describir atraen nuestra atención por presentar regularmente asociadas tres cualidades: son ordenados, económicos y tenaces. Cada una de estas palabras sintetiza, en realidad, un pequeño grupo de rasgos característicos afines. La cualidad de «ordenado» comprende tanto la pulcritud individual como la escrupulosidad en el cumplimiento de deberes corrientes y la garantía personal; lo contrario de «ordenado» sería, en este sentido, descuidado o desordenado. La economía puede aparecer intensificada hasta la avaricia, y la tenacidad convertirse en obstinación, enlazándose a ella fácilmente una tendencia a la cólera e inclinaciones vengativas. Las dos últimas condiciones mencionadas, la economía y la tenacidad, aparecen más estrechamente enlazadas entre sí que con la primera. Son también la parte más constante del complejo total. De todos modos me parece indudable que las tres se enlazan de algún modo entre sí. Investigando la temprana infancia de estas personas averiguamos fácilmente que necesitaron un plazo relativamente amplio para llegar a dominar la incontinencia alviinfantil, y que todavía en años posteriores de su infancia tuvieron que lamentar algunos fracasos aislados de esta función. Parecen haber pertenecido a aquellos niños de pecho que se niegan a defecar en el orinal porque el acto de la defecación les produce, accesoriamente, un placer, pues confiesan que en años algo posteriores les gustaba retener la deposición, y recuerdan, aunque refiriéndose por lo general a sus hermanos y no a sí propios, toda clase de manejos indecorosos con el producto de la deposición. De estos signos deducimos una franca acentuación erógena de la zona anal en la constitución sexual congénita de tales personas. Pero como una vez pasada la infancia no se descubre ya en ellas resto alguno de tales debilidades y singularidades, hemos de suponer que la zona anal ha perdido susignificación erótica en el curso de la evolución, y sospechamos que la constancia de aquella tríada de cualidades observables en su carácter puede ser relacionada con la desaparición del erotismo anal. Sé muy bien que nadie se aventura a aceptar la existencia de un estado de cosas mientras el mismo le resulte incomprensible y no ofrece acceso alguno a una explicación. Pero algunas de las hipótesis desarrolladas por mí en Tres ensayos sobre una teoría sexual pueden aproximarnos, por lo menos, a la comprensión de la parte fundamental de nuestro tema. En el citado estudio intento mostrar que el instinto sexual humano es algo muy complejo, que nace de las aportaciones de numerosos componentes e instintos parciales. Los estímulos periféricos de ciertas partes del cuerpo (los genitales, la boca, el ano, el extremo del conducto uretral), a las que damos el nombre de zonas erógenas, rinden aportaciones esenciales a la «excitación sexual». Pero no todas las magnitudes de excitación procedentes de estas zonas reciben el mismo destino, ni lo reciben tampoco igual en todos los períodos de la vida del individuo. En general, sólo una parte de ellas es aportada a la vida sexual. Otra parte es desviada de los fines sexuales y orientada hacia otros fines distintos, proceso al que damos el nombre de «sublimación». Hacia aquel período de la vida individual que designamos con el nombre de período de «latencia», o sea desde los cinco años a las primeras manifestaciones de la pubertad (hacia los once años), son creados en la vida anímica, a costa, precisamente, de estas excitaciones aportadas por las zonas erógenas, productos de reacción o, por decirlo así, anticuerpos, tales como el pudor, la repugnancia y la moral, que se oponen en calidad de diques a la ulterior actividad de los instintos sexuales. Dado que el erotismo anal pertenece a aquellos componentes del instinto que en el curso de la evolución y en el sentido de nuestra actual educación cultural resultan inutilizables para fines sexuales no parece muy aventurado reconocer en las cualidades que tan frecuentemente muestran reunidos los individuos cuya infancia presentó una especial intensidad de este instinto parcial -el orden, la economía y la tenacidad- los resultados más directos y constantes de la sublimación del erotismo anal. Tampoco a nosotros se nos ha hecho transparente la necesidad interior de esta relación, pero sí podemos aducir algo que puede aproximarnos a su comprensión. La pulcritud, el orden y la escrupulosidad hacen la impresión de ser productos de la reacción contra el interés hacia lo sucio, perturbador y no perteneciente a nuestro cuerpo (Dirt ismatter in the wrong place). La labor de relacionar la tenacidad con el interés por la defecación parece harto difícil; pero podemos recordar que ya el niño de pecho puede conducirse según su voluntad propia en lo que respecta a la defecación, y que la educación se sirve, en general, de la aplicación de dolorosos estímulos sobre la región vecina a la zona erógena anal para doblegar la obstinación del niño e inspirarle docilidad. Como expresión del terco desafío se emplea aún entre nuestras clases populares una frase en la que el sujeto invita a su interlocutor a besarle el trasero, o sea, en realidad, a una caricia que ha sucumbido a la represión. El gesto de volver la espalda al adversario y mostrarle el traserodesnudo es también un acto de desafío y desprecio, correspondiendo a aquella frase. En el Götz von Berlichingen goethiano aparecen exactamente empleados como expresión de desafío el gesto y la frase descritos. Entre los complejos del amor al dinero y la defecación, aparentemente tan dispares,descubrimos, sin embargo, múltiples relaciones. Todo médico que ha practicado el psicoanálisis sabe que por medio de esta correlación se logra la desaparición del más rebelde estreñimiento, habitual de los enfermos nerviosos. El asombro que esto puede provocar quedará mitigado al recordar que dicha función se demostró también análogamente dócil al influjo de la sugestión hipnótica. Pero en el psicoanálisis no alcanzamos este resultado más que tocando el complejo crematístico de los pacientes ya trayéndolo, con todas sus relaciones, a la conciencia de los mismos. Realmente en todos aquellos casos en los que dominan o perduran las formas arcaicas del pensamiento, en las civilizaciones antiguas, los mitos, las fábulas, la superstición, el pensamiento inconsciente, el sueño y la neurosis, aparece el dinero estrechamente relacionado con la inmundicia. El oro que el diablo regala a sus protegidos se transforma luego en estiércol. Y el diablo no es, ciertamente, sino la personificación de la vida instintiva reprimida e inconsciente. La superstición que relaciona el descubrimiento de tesoros ocultos con la defecación, y la figura folklórica del cagaducados, son generalmente conocidas. Ya en las antiguas leyendas babilónicas es el oro el estiércol del infierno: «Mammon = ilu mamman». Así, pues, cuando la neurosis sigue los usos del lenguaje, lo hace tomando las palabras en su sentido primitivo, rico en significaciones, y cuando parece representar plásticamente una palabra, restablece regularmente sólo su antiguo sentido. Es muy posible que la antítesis entre lo más valioso que el hombre ha conocido y lo más despreciable, la escoria que arroja de sí, sea lo que haya conducido a esta identificación del oro con la inmundicia. En el pensamiento de la neurosis coadyuva aún quizá a tal identificación otra circunstancia. Como ya sabemos, el interés primitivamente erótico, dedicado a la defecación, se halla destinado a desaparecer en años ulteriores. En estos años surge como nuevo interés, inexistente en la infancia, el inspirado por el dinero, y esta circunstancia facilita el que la tendencia anterior, a punto de perder su fin, se transfiera al nuevo fin emergente. Si las relaciones aquí afirmadas entre el erotismo anal y la indicada tríada de condiciones de carácter poseen alguna base real, no esperamos hallar una especial acentuación del «carácter anal» en aquellos adultos en los que perdura el carácter erógeno de la zona anal; por ejemplo, en determinados homosexuales. Si no me equivoco mucho, las observaciones hasta ahora realizadas no contradicen esta conclusión. Ante los resultados expuestos habremos de reflexionar si también otros complejos del carácter dejarán transparentar su derivación de las excitaciones de determinadas zonas erógenas. Hasta el día, sólo he podido reconocer la «ardiente» ambición de los individuos que en su infancia padecieron de enuresis. De todos modos, podemos establecer para la constitución definitiva del carácter, producto de los instintos parciales, la siguiente fórmula: los rasgos permanentes del carácter son continuaciones invariadas de los instintos primitivos, sublimaciones de los mismos o reacciones contra ellos.

Sigmund Freud, 1908

FICCIÓN III

Pero no lo creía. Sentía que el dolor era demasiado real. Y había otro hecho acerca de su enfermedad que lo preocupaba terriblemente. Pese a todos sus esfuerzos, no había conseguido llegar a ninguna conclusión, así que no se había molestado en mencionarlo a los varios doctores y hospitales de allá abajo. Ahora ya era demasiado tarde, se sentía demasiado enfermo para poder operar con los controles del transmisor.

El dolor parecía aumentar cada vez que el satélite pasaba por encima de California del Norte.

En mitad de la noche, el clamor de los agitados murmullos de Bill Keller despertaron a su hermana.

—¿Qué ocurre? —dijo Edie adormilada, intentando descifrar lo que él quería decirle. Se senté en la cama, frotándose los ojos mientras los murmullos iban en crescendo.

—¡Hoppy Harrington! —estaba diciendo su hermano, muy dentro de ella—. ¡Se ha apoderado del satélite! ¡Hoppy se ha apoderado del satélite de Dangerfield! —Siguió hablando excitadamente, repitiendo lo mismo una y otra vez.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque el señor Bluthgeld me lo ha dicho; está ahí abajo ahora, pero todavía puede ver lo que ocurre arriba. No puede hacer nada y está furioso. Sigue sabiéndolo todo acerca de nosotros. Odia a Hoppy porque fue Hoppy quien lo estrellé contra el suelo.

—¿Y qué hay de Dangerfield? —preguntó ella—. ¿También está muerto?

—Todavía no está ahí abajo —dijo su hermano, tras una larga pausa—, así que imagino que no.

—¿A quién debo decírselo? —preguntó Edie—. ¿Lo que ha hecho Hoppy?

—Díselo a mamá —respondió su hermano con tono de urgencia—. Pero díselo ahora mismo.

Saltando de la cama, Edie echó a correr hacia la puerta y atravesé el pasillo en dirección al dormitorio de sus padres; abrió la puerta, exclamando:

—Mamá, tengo que decirte algo... —y entonces le falló la voz, pues su madre no estaba allí. Sólo había una persona tendida en la cama, su padre. Su madre —lo supo instantánea y definitivamente —se había ido, y no volvería nunca.

—¿Dónde está? —clamó Bill dentro de ella—. Sé que no está aquí; no puedo sentirla.

Lentamente, Edie cerró la puerta del dormitorio. ¿Qué puedo hacer?, se dijo. Anduvo maquinalmente, temblando bajo el frío de la noche.

—Estate quieto —le dijo a Bill, y sus murmullos bajaron de volumen.

—Tienes que encontrarla —estaba diciendo Bill.

—No puedo —dijo ella. Sabía que era imposible— Déjame pensar en qué podemos hacer —dijo, regresando a su propio dormitorio en busca de su bata y sus zapatos.

Dirigiéndose a Ella Hardy, Bonny dijo:

—Tiene usted una casa muy bonita aquí. Es extraño hallarme de nuevo en Berkeley, después de tanto tiempo. —Se sentía literalmente exhausta—. Creo que será mejor que me acueste un rato —dijo. Eran las dos de la madrugada. Mirando a Andrew Gill y Stuart, añadió—: Hemos venido condenadamente aprisa, ¿no? Hace apenas un año hubiéramos necesitado como mínimo otros tres días.

—Sí —dijo Gill, y bostezó. También se le veía cansado; había conducido la mayor parte del tiempo, ya que era su coche de caballos el que habían tomado.

—Señora Keller —dijo la señora Hardy—, ésta es la hora en que generalmente sintonizamos el último pase del satélite.

—Oh —dijo ella, sin importarle en lo más mínimo pero sabiendo que era inevitable; tendrían que escuchar al menos algunos instantes, por educación—. Así que aquí tienen dos transmisiones por día.

—Sí —dijo la señora Hardy—, y francamente creemos que vale la pena aguardar a recibir la segunda, aunque en estas últimas semanas... —hizo un gesto—. Supongo que usted sabe tan bien como nosotros lo que ocurre. Dangerfield está tan enfermo.

Permanecieron unos instantes en silencio.

—Hay que enfrentarse a este hecho brutal —dijo Hardy—. Durante los últimos días no hemos conseguido captar nada, excepto ese programa de música ligera que transmitía una y otra y otra vez, automáticamente... así que... —Miré a su alrededor, a los cuatro—. Es por eso por lo que estamos tan interesados en la emisión de esta noche.

Pero tenemos tantas cosas que hacer mañana, pensó Bonny. Claro que tiene razón; hemos de quedarnos, esto también es importante. Debemos saber qué está ocurriendo ahí arriba en el satélite; tantas cosas dependen de ello. Se sintió triste. Walt Dangerfield, pensó, ¿te estarás muriendo ahí arriba, solo? ¿Estarás ya muerto y nosotros aún no lo sabemos?

¿Va a sonar esa música ligera para siempre?, se dijo. ¿Al menos hasta que el satélite caiga finalmente a la Tierra o derive al espacio para ser atraído por el sol?

—Pondré la radio —dijo Hardy, consultando su reloj. Cruzó la habitación hacia el aparato y giré cuidadosamente el dial—. Necesita mucho tiempo para calentarse —se disculpó—. Creo que tiene alguna lámpara estropeada; hemos solicitado a la Asociación de Arreglalotodo del West Berkeley que vengan a echarle un vistazo, pero están tan atareados, tienen todo el tiempo tomado, dicen. Le echaría un vistazo yo mismo, pero... —se alzó de hombros resignadamente—. La última vez que intenté arreglarla todavía la dejé peor.

—Va a hacer usted que el señor Gill se asuste y se marche —dijo Stuart.

—No —dijo Gill—. Lo entiendo. Las radios son competencia de los arreglalotodo. Ocurre lo mismo en West Marin.

Dirigiéndose a Bonny, el señor Hardy dijo:

—Stuart dice que usted había vivido aquí.

—Trabajé durante un tiempo en el laboratorio de radiaciones —dijo Bonny—. Y luego trabajé en Livermore, también para la Universidad. Por supuesto... —vaciló— está todo tan cambiado ahora. No reconocería Berkeley. No he reconocido nada de lo que hemos pasado excepto quizá la propia avenida San Pablo. Todas esas pequeñas tiendas... parecen nuevas.

—Lo son —dijo Dean Hardy. La radio empezó a emitir estática y se inclinó atentamente hacia ella, acercando el oído—. Generalmente captamos esta última emisión en los 640 kilociclos. Perdonen. —Les dio la espalda, atento a la radio.

—Subamos la lámpara de grasa —dijo Gill—, y así podrá sintonizaría mejor:

Bonny hizo lo indicado, maravillándose de que allí en la ciudad siguieran dependiendo todavía de las primitivas lámparas de grasa; había supuesto que habrían restablecido la electricidad, al menos parcialmente. En algunos aspectos, se dio cuenta, estaban realmente más atrasados que en West Marin. Y en cuanto a Bolinas...

—Ah —dijo el señor Hardy, interrumpiendo sus pensamientos—. Creo que lo tengo. Y no es música ligera. —Su rostro brillaba y relucía.

—Oh, querido —dijo Ella Hardy—, rezo al cielo porque se encuentre mejor. —Junté ansiosamente las manos.

Una amistosa, informal, familiar voz surgió con fuerza del altavoz:

—Hey, saludos a todos, amable gente nocturna de ahí abajo. Como tendrían que haber supuesto, aquí estoy, diciéndoles hola, hola y hola. —Dangerfield rió—. Sí, amigos, aquí estoy dando vueltas de nuevo, otra vez sobre mis piernas. De nuevo dándole a todos esos botones y mandos y demás controles como loco... sí, señores. —Su voz era cálida, y los rostros alrededor de Bonny se relajaron también, y sonrieron junto con la alegría contenida en aquella voz. Las cabezas asintieron aprobadoramente.

—¿Lo oyen? —dijo Ella Hardy—. Bueno, está mejor. El mismo lo dice. No son sólo palabras, puede notarse la diferencia.

—Hude hude hu —dijo Dangerfield—. Bueno, ahora, déjenme ver; ¿qué noticias hay? ¿Han oído hablar de ese enemigo público número uno, ese antiguo físico que todos recordamos tan bien, nuestro buen viejo doctor Bluthgeld, o como yo le llamo doctor Bloodmoney? Supongo que todos ustedes sabrán ya que nuestro querido doctor Bloodmoney ya no está entre nosotros. Sí, eso es.

—He oído rumores acerca de ello —dijo el señor Hardy excitadamente—. Un buhonero que vino en globo procedente del condado de Marin...

—Chist —dijo Ella Hardy, escuchando.

—Sí, realmente —estaba diciendo Dangerfield—. Una cierta persona de California del Norte se encargó del doctor B. De una vez por todas. Y tenemos una genuina deuda de gratitud hacia esa persona, debido a que... bueno, consideren solamente esto, amigos; esa persona está parcialmente incapacitada. Y, sin embargo, ha sido capaz de conseguir algo que nadie antes había conseguido. —Ahora la voz de Dangerfield era dura, intransigente; era un nuevo sonido que ninguno de ellos había oído nunca antes. Se miraron intranquilos—. Estoy hablando de Hoppy Harrington, amigos. ¿No conocen ustedes este nombre? Deberían conocerlo, ya que sin Hoppy ninguno de ustedes estaría ahora con vida.

Philip K. Dick Dr Bloodmoney, 1965