01 noviembre, 2006

HERMANN HESSE.UNA BIBLIOTECA DE LA LITERATURA UNIVERSAL (1929)

Aparte de la Biblia, conocida por todos nosotros, pongo al principio de nuestra colección de libros esa parte de la antigua sabiduría india llamada Vedanta o final del Veda, en forma de una selección de las Upanishadas. También hay que incluir aquí una selección de los discursos de Buda, sin olvidar el poema de Gilgamés procedente de Babilonia, el imponente canto del gran héroe que lucha con la muerte. De la antigua China tomamos las conversaciones de Confucio, el «Tao-te-King» de Lao-Tse y las maravillosas parábolas de Ds-chuang Dse. Así hacemos sonar los acordes básicos de toda la literatura humana: el afán de norma y ley, tal y como está expresado ejemplarmente en el Antiguo Testamento y en Confucio; la búsqueda premonitoria por alcanzar la liberación de la insuficiencia terrena tal como la anuncian los hindúes y el Nuevo Testamento; el conocimiento secreto de la eterna armonía más allá del mundo real, incansable, multiforme; la veneración de las fuerzas de la naturaleza y del alma en forma de dioses y casi simultáneamente el saber o la intuición de que los dioses sólo son símbolos y que la fuerza y la debilidad, la alegría y el dolor de la vida han sido puestos en manos del hombre. Todas las especulaciones del pensamiento abstracto, los juegos de la poesía, el pesar por la fugacidad de nuestra existencia, el consuelo y el humor encontraron ya expresión en estos pocos libros, También debe figurar aquí una selecciónde la poesía clásica de los chinos.

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De las obras posteriores de Oriente es imprescindible la gran colección de cuentos «Las mil y una noches», una fuente de placer infinito, el libro de cuentos más rico del mundo. Aunque todos los pueblos del mundo han escrito cuentos maravillosos, de momento nos contentamos para nuestra colección con este clásico libro mágico, al que añadiremos únicamente nuestros propios cuentos populares alemanes en la colección de los hermanos Grimm. Nos gustaría disponer de una buena antología de la lírica persa, pero desgraciadamente no existe ninguna versión poética alemana, solamente Hafiz y Omar Khayamhan sido traducidos a menudo.

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Llegamos a la literatura europea. Del mundo rico y grandioso de la literatura antigua, elegimos sobre todo los dos grandes poemas de Homero, con ellos tenemos todo el aire y el ambiente de la Grecia antigua. Incluimos también a los tres grandes trágicos Esquilo, Sófocles y Eurípides, a los que añadimos la «Antología», la selección clásica de los autores líricos. Nos adentramos en el mundo de la sabiduría griega y nos encontramos de nuevo con un hueco doloroso: Sócrates, el sabio más significativo y quizás más importante de Grecia; tenemos que buscarlo en los fragmentos de otros autores, sobre todo de Platón y Jenofonte. Un libro que recopilase de manera clara los testimonios más valiosos sobre la vida y doctrina de Sócrates sería una auténtica dicha. Los filólogos no se atreven a emprender ese trabajo que de hecho sería muy delicado. En nuestra biblioteca no incluyo a los verdaderos filósofos. En cambio Aristófanes es imprescindible, sus comedias inician dignamente la gran serie de humoristas europeos. También acogemos al menos uno o dos volúmenes de Plutarco, el maestro de la biografía heroica. Luciano, el maestro delas fábulas satíricas, tampoco debe faltar. Nos falta aún algo importante: un libro que narre las historias delos dioses y héroes griegos. Los libros populares existentes de las mitologías son insuficientes. A falta de otra obra recurrimos a las «Sagen des klassischen Altertums» («Leyendas de la Antigüedad clásica») de Gustav Schwab, que describen correc tamente la mayoría de los mitos más bonitos. En nuestro tiempo Schwab ha hallado por cierto un seguidor importante: Albrecht Schäffer ha iniciado un libro de leyendas griegas cuya primera parte ha aparecido y promete mucho.

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Entre los romanos siempre he preferido los historiadores a los poetas, no obstante, incluiremos a Horacio, Virgilio y Ovidio, pero colocaremos junto a ellos también a Tácito al que añadiré a Suetonio, así como el «Satiricón» de Petronio, esa divertida novela de costumbres de la época de Nerón, y el «Asno de oro» de Apuleyo. En estas dos obras vemos la decadencia interior del mundo antiguo en la época imperial romana. Junto a estos libros mundanos y algo juguetones de la Roma decadente, coloco una impresionante obra antagónica, escrita también en latín, pero procedente de otro mundo, el mundo del cristianismo: las«Confesiones» de San Agustín. La temperatura algo fría del antiguo mundo romano cede a otra atmósfera más amplia, la del principio de la Edad Media.

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El mundo espiritual de la Edad Media, conocida entre nosotros hasta hace poco como la «oscura Edad Media», ha sido estudiado muy poco por nuestros padres y abuelos, y por eso poseemos de la literatura en latín de aquellos siglos pocas ediciones y traducciones modernas; una excepción honrosa la constituye la extraordinaria obra de Paul von Winterfeld: «Deutsche Dichter des lateinischen Mittelalters» («Autoresalemanes del Medievo latino») que incluyo gustosamente en nuestra biblioteca. Como síntesis y cumbre del magnífico espíritu medieval pervive en la literatura la «Divina Comedia» de Dante, una obra que fuera de Italia y de los círculos eruditos sólo es leída seriamente por algunos pocos, pero que sigue irradiando una fuerte influencia, uno de los grandes libros milenarios de la humanidad.

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Como libro de la antigua literatura italiana que le sigue en el tiempo elegimos el «Decamerón» de Boccaccio. Esta famosa colección de cuentos, que entre los puritanos goza de mala fama por sus audacias, es la primera gran obra maestra del arte narrativo europeo, está escrita en un italiano antiguo maravillosamente vivo y ha sido traducida muchas veces a todas las lenguas civilizadas. Pero hay que tener cuidado con las ediciones malas que son muchas. Entre las ediciones alemanas modernas, recomiendo la de la editorial Insel. Ninguno de los numerosos seguidores de Boccaccio que durante tres siglos escribieron muchas novelas famosas, le alcanza, pero una selección de ellos (existe una de Paul Ernst en la editorial Insel, y recientemente una voluminosa selección de tres tomos en la editorial Lamben Schneider) no debe faltar en nuestra lista.

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No podemos prescindir entre los narradores en verso del Renacimiento italiano de Ariosto, el autor del «Orlando furioso», un laberinto encantador, romántico, lleno de imágenes fascinantes e ideas exquisitas, modelo para numerosos seguidores, de los que Wieland fue quizás el último y mejor. Coloquemos cerca los sonetos de Petrarca y no olvidemos los poemas de Miguel Ángel, cuyo pequeño y austero libro aparece solitario y orgulloso en medio de su época. Como testimonio del tono y ambiente de la vida del Renacimiento italiano incluimos también la autobiografía de Benvenuto Cellini. La literatura italiana posterior interesa ya poco para nuestra selección, quizás incluiremos aún dos o trescomedias de Goldoni y cuentos románticos de Gozzi, y luego en el siglo XIX los extraordinarios líricos Leopardi y Carducci.

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Entre lo más hermoso que ha producido la Edad Media figuran las leyendas heroicas cristianas de Francia, Inglaterra y Alemania, sobre todo las de la Tabla Redonda del rey Arturo. Parte de estas leyendas, extendidas por toda Europa, se encuentra recogida en los «Deutsche Volksbücher» que merecen un sitio de honor en nuestra colección. La mejor edición moderna es la que ha hecho Richard Benz. Debe figurar junto al «Nibelungenlied» y el «Gudrunlied», aunque no son como éstos poemas originales sino versiones traducidas de distintas lenguas de temas ampliamente difundidos. Los poemas de los trovadores provenzales ya se mencionaron. Siguen Walther von der Vogelweide, Gottfried von Strassburg, Wolfram von Eschenbach, cuyas obras (es decir los poemas de Walther, el «Tristan» de Gottfried y el «Parcival» de Wolfram) acogemos agradecidos en nuestra biblioteca, al igual que una buena selección de los cantares de los Minnesánger. Hemos llegado así al final de la Edad Media. Con la decadencia de la literatura cristiano-latina y de las grandes fuentes de las leyendas surge en Europa, en la vida y la literatura, algo nuevo. Las distintas lenguas nacionales sustituyen paulatinamente al latín y en lugar de una literatura monacal anónima, aparece una literatura ciudadana e individual (como sucedió en Italia con Boccaccio).

En Francia florece entonces, solitario y salvaje, un poeta extraordinario, Villon, cuyos impresionantes poemas son únicos. Sigamos con la literatura francesa y encontramos algunas obras imprescindibles para nosotros: por lo menos necesitamos un volumen de los ensayos de Montaigne, luego «Gargantúa» y «Pantagruel» de Francois Rabelais, el riente maestro del humor y fustigador de los mediocres, luego los «Pensées» y quizás también las «Provinciales» de Pascal, el piadoso solitario y ascético pensador. De Corneille tenemos que quedarnos con «Le Cid» y «Horace»; de Racine con «Phédre», «Athalie» y «Berenice», así reunimos a los padres y clásicos del teatro francés, pero aún falta el tercer astro, el autor de comedias Moliere, cuyas obras maestras añadimos en un volumen antológico. Pensamos consultar a menudo a este maestro de la sátira, el creador del Tartufo. Las fábulas de Lafontaine y «Télémaque» del refinado Fenelon tampoco deberían faltar. Podemos prescindir creo de los dramas de Voltaire, igual que de sus poemas, pero necesitamos uno o dos volúmenes de su brillante prosa, sobre todo el «Candide» y «Zadig» cuyo sarcasmo y buen humor fueron para el mundo durante algún tiempo un modelo del llamado ingenio francés. Francia tiene muchas caras, también la Francia de la Revolución, y así aparte de Voltaire necesitamos el «Figaro» de Beaumarchais y «Les Confessions» de Rousseau. Ahora me doy cuenta de que he olvidado el «Gil Blas» de Lesage, la maravillosa novela picaresca, y «Manon Lescaut», conmovedora historia de amor del Abbé Prévost. Sigue el romanticismo francés y su heredera, la serie de los grandes novelistas. ¡Aquí citaría cientos de títulos! Pero atengámonos a lo realmente único e insustituible. Ahí están sobre todo las novelas «Le Rouge et le Noir» y «La Chartreuse de Parma» de Stendhal (Henry Beyle), en la lucha entre un alma ardiente y una razón superior, desconfiada y alerta, producen un tipo completamente nuevo de literatura. No menos único es el libro de poemas de Baudelaire «Les fleurs du mal». Junto a estos autores las amables figuras de Musset y de los narradores románticos llenos de encanto como Gautier y Murger, resultan pequeños. Sigue Balzac de cuyas novelas debemos poseer por lo menos «Le Pére Goriot», «Eugénie Grandet», «La Peau de Chagrin» y «La Femme de trente ans». A estos libros violentos, añadimos las magistrales y nobles novelas cortas de Mérimée y las obras principales de Flaubert, el prosista francés más sutil, «Madame Bovary» y «L'éducation sentimentale». De aquí bajamos algunos peldaños hasta Zola que, sin embargo, también debe estar presente, por ejemplo con «L'assomoir» o «La faute de l'abbé Mouret» y también Maupassant con algunas de sus bonitas novelas cortas, ligeramente mórbidas. Así llegamos a la frontera del tiempo moderno que no queremos traspasar, si no tendríamos que enumerar aún algunas obras nobles. Pero no debemos olvidar los poemas de Paul Verlaine, quizás los más inspirados y delicados de toda la poesía francesa.

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En la literatura inglesa comenzamos con «The Canterbury Tales» de Chaucer (final del siglo XIV), en parte inspirados en Boccaccio, pero con un tono más moderno; es el primer autor inglés propiamente dicho. Junto a su libro colocamos las obras de Shakespeare, no en forma de selección, sino en su totalidad. Nuestros maestros han hablado con mucho respeto de «Paradise Lost» de Milton, pero ¿lo ha leído alguno de nosotros? No. De modo que renunciamos a él, quizás injustamente. Las cartas de Chesterfield a su hijo no constituyen un libro virtuoso, pero lo incluiremos. De Swift, el genial irlandés, el autor del «Gulliver», tomamos todo lo que podemos; su gran corazón, su amargo humor, su genialidad solitaria compensan sobradamente todas las extravagancias de su extraño carácter.

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Entre las numerosas obras de Daniel Defoe nos importan «Robinson Crusoe» y «The Fortunes and Misfortunes of the Famous Moll Flanders», con ellas comienza la espléndida serie de las novelas clásicas inglesas. Nos quedamos quizás también con «Tom Jones» de Fielding y «The Adventures of Peregrine Pickle» de Smollet, pero sin dudarlo con «Tristram Shandy» de Sterne y su «A Sentimental Journey», dos libros auténticamente ingleses que pasan del sentimentalismo al humor más peculiar. De Ossian, el bardo romántico, tenemos bastante con lo que hallamos en el «Werther» de Goethe. No debemos olvidar los poemas de Shelley y de Keats que forman parte de lo más hermoso que hay en poesía. De Byron, en cambio, a pesar de lo mucho que admiro a este superhombre romántico, nos contentamos con uno de sus grandes poemas, preferiblemente con «Childe Harold». También incluimos por piedad una de las novelas históricas de Walter Scott, por ejemplo «Ivanhoe». Y del desdichado Quincey tomamos, aunque es un libro muy patológico,«Confessions of an English Opium-Eater». No debemos olvidar un volumen de ensayos de Macaulay y de Carlyle, el amargo, además de «On Heroes» quizás «Sartor Resartus» por su humor tan típicamente inglés. Luego vienen las grandes estrellas de la novela: Thackeray con «Vanity Fair» y «The Book of Snobs», y Dickens, a pesar de su sentimentalismo ocasional, el más grande narrador inglés con su corazón bondadoso y su espléndido humor, del que debemos incluir por lo menos los «Pickwick Papers» y «David Copperfield». Entre sus seguidores nos parece especialmente importante Meredith, sobre todo por «The Egoist» y quizás también «Richard Feverel». Las hermosas poesías de Swinburne (aunque extraordinariamente intraducibies) no deben faltar, tampoco uno o dos volúmenes de Oscar Wilde, sobre todo su «Dorian Gray» y algunos ensayos. La literatura americana puede estar representada por un volumen de novelas cortas de Poe, el poeta del miedo y del horror, y los audaces poemas patéticos de Walt Whitman.

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De España escogemos sobre todo el «Don Quijote» de Cervantes, uno de los libros más grandiosos y al mismo tiempo más encantadores de todos los tiempos, la historia del caballero errante y sus luchas con seres malvados imaginarios y de su rollizo escudero Sancho, dos figuras inmortales. Pero tampoco renunciamos a las novelas cortas del mismo autor, verdaderas joyas de un arte superior de la narrativa. También necesitamos una de las famosas novelas picarescas españolas, precursoras del buen Gil Blas. La elección es difícil, me decido por «La vida del Buscón» de Quevedo y Villegas, una obra sabrosa llena de aventuras violentas y bromas increíbles. De los autores dramáticos españoles de los que hay un número considerable y noble, me parece imprescindible Calderón, el gran autor del Barroco, el mago de un escenario tanto mundano y pomposo como espiritual y edificante.

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Nos quedan todavía por recorrer diversas literaturas, como la holandesa y flamenca, de la que elegimos el «Tyl Ulenspegel» de Coster y «Max Havelaar» de Multatuli. La novela de Coster, una especie de hermano tardío de Don Quijote, es una obra épica del pueblo flamenco. «Havelaar» es el libro principal del mártir Multatulique hace algunos decenios dedicó su vida a la lucha en favor de los malayos explotados.

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Los judíos, el pueblo disperso, han dejado en muchísimos países y en muchas lenguas del mundo obras que no debemos olvidar. Hay que incluir aquí los poemas e himnos hebreos del judío español Jehuda Halevy, y las leyendas más bonitas de los judíos chassídicos. Las encontraremos en la traducción clásica de Martin Buberen sus libros «Baalschem» y «Der grosse Maggid» («El gran Maggid»).

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Del mundo nórdico nos quedamos para nuestra colección con los «Lieder del alten Edda» («Cantares de la vieja Edda») traducidos por los hermanos Grimm, y con una de las sagas islandesas, por ejemplo la del escaldo Egil o una selección y versión como el «Isländerbuch» («Libro de los islandeses») de Bonus. De las literaturas escandinavas más modernas escogemos los cuentos de Andersen, las narraciones de Jacobsen, las obras principales de Ibsen y varios volúmenes de Strindberg, aunque estos dos últimos no tengan quizás en el futuro tanta importancia. La literatura rusa del siglo pasado es especialmente rica. Como Pushkin, el gran clásico de la lengua rusa, pertenece a los autores intraducibies, comenzamos con Gogol, cuyas «Almas muertas» y relatos menores incluimos en nuestra biblioteca. De Turgeniev tomamos «Padres e Hijos», una obra maestra ya un poco olvidada y «Oblomov» de Gontcharov. De Tolstoi, cuyo enorme talento artístico ha sido olvidado a veces ante la problemática de sus sermones y esfuerzos reformistas, necesitamos por lo menos las novelas «Guerra y paz» (quizás la novela rusa más hermosa) y «Ana Karenina», pero tampoco queremos prescindir de sus cuentos populares. Y de Dostoievski no debemos olvidar ni los «Karamazov», ni «Crimen» y castigo», y tampoco su obra más espiritual «El idiota».

Hemos estudiado las literaturas de algunos pueblos desde China hasta Rusia, desde el principio de la Edad Antigua hasta el límite de nuestros días, y hemos encontrado una gran cantidad de obras dignas de ser admiradas y queridas. Sin embargo, no hemos pasado aún revista a nuestro mayor tesoro, la literatura alemana. Únicamente hemos aludido al «Nibelungenlied» y a algunos fenómenos de la Baja Edad Media. Ahora queremos estudiar con especial cariño este mundo, la literatura alemana desde 1500 aproximadamente y escoger las obras que creemos querer más, y con las que creemos estar más identificados.

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De Lutero hemos nombrado ya al principio la obra capital: la Biblia alemana. Pero queremos también un volumen de sus escritos menores, ya sea algunos de los que contienen sus panfletos más populares o una selección de los discursos o un libro como el publicado en 1871 «Lutherals deutscher Klassiker» («Lutero como clásico alemán»). Durante la Contrarreforma aparece en Breslau un hombre y poeta singular, de cuya obra nos interesa solamente un delgado librito de versos, uno de los frutos más sublimes de la religiosidad y poesía alemanas: el «Cherubinische Wandersmann» («El caminante querubínico») de Ángelus Silesius. Por lo que se refiere a la lírica anterior a Goethe, nos puede bastar una de las muchas selecciones existentes. En la época de Lutero, el popular poeta de Nuremberg, Hans Sachs, nos parece absolutamente digno de figurar en nuestra colección. A éste sigue el «Simplicissimus» de Grimmelshausen, que refleja salvaje y feroz la época de la Guerra de los Treinta Años, una obra maestra por su vitalidad y originalidad exuberante. Más modesto, pero sin duda digno de nuestro amor, le acompaña «Schelmuffsky» de Christian Reuter, humorista lleno de vida. En esta zona de nuestra biblioteca colocamos también las aventuras del barón de Münchhausen, escritas en el siglo XVIII. Y ahora nos encontramos en el umbral del gran siglo de la literatura alemana moderna. Con alegría colocamos los volúmenes de Lessing; no hace falta que sean las obras completas, pero deben contener algunas cartas. ¿Klopstock? Sus odas más bonitas las encontramos en nuestra antología; con ellas nos contentamos. Con Herder la cosa es difícil, está muy olvidado y seguramente no ha terminado aún de jugar su papel. Vale la pena hojearlo y leerlo de vez en cuando, aunque ninguna de sus obras importantes se mantenga en su totalidad. En Reclam existe una buena antología y también en Kröner.

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También en el caso de Wieland es absolutamente innecesaria una edición completa de sus obras, pero su «Oberon» y quizás la historia de los abderitas («De Abderiten») no deben faltar. Amable, ingenioso, un calígrafo único de la forma, inspirado en el mundo antiguo y los franceses, partidario de la Ilustración, pero no a costa de la fantasía, Wieland es una figura singular demasiado olvidada.

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Incluiremos en nuestra colección la edición más bonita y completa de Goethe que nuestros medios nos permitan. Podemos prescindir de los dramas menores y de algunos ensayos y críticas, pero debemos poseer las demás obras, también los poemas en su totalidad. En estos volúmenes se expresa el destino del alma y muchas cosas se formulan de manera definitiva. ¡Qué camino desde el «Werther» hasta la «Novelle», desde los primeros poemas hasta la segunda parte del Fausto! Además de las obras necesitamos también los documentos biográficos más importantes, las conversaciones con Eckermann y parte de la correspondencia, sobre todo la que mantuvo con Schiller y la señora von Stein. El círculo de amigos del joven Goethe produjo algunas obras, la más bonita es quizás «Heinrich Stillings Jugend» («La juventud de Heinrich Stilling») de Jung-Stilling. Colocamos este apreciado libro cerca de Goethe y también una selección de escritos de Matthias Claudius, el «Wandsbecker Bote» («El mensajero de Wandsbeck»).

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En el caso de Schiller tiendo a hacer concesiones. Aunque no releo casi nunca sus escritos, este hombre, su espíritu y su vida me resultan grandes y subyugantes. Preferimos sus escritos en prosa (los históricos y los estéticos) y sus grandes poemas de la época alrededor de 1800 y añadimos el libro «Schillers Gespräche» («Conversaciones de Schiller») de Petersen. Me gustaría incluir aún otras obras de esa época, libros de Musäus, Hippel, Thümmel, Moritz, Seume, pero tenemos que ser rigurosos y en una biblioteca que prescinde de Musset y de Victor Hugo, no podemos introducir disimuladamentegentilezas de menor formato. De todos modos aún tenemos que incorporar de la época singular de 1800, la época espiritualmente más rica de Alemania, una serie de autores de primer rango que debido en parte a ciertas corrientes del tiempo y a una historiografía literaria muy limitada, estaban olvidados o increíblemente subvalorados. En historias populares de la literatura que sirven de manuales a miles de estudiantes, encontramos, aún hoy, sobre Jean Paul, uno de los espíritus alemanes más grandes, juicios copiados de una crítica ya caduca en los que no queda nada de la imagen de este autor. Nosotros nos vengamos incluyendo en nuestra biblioteca la edición más completa que podamos encontrar de Jean Paul. El que lo considere excesivo, que sienta al menos la aplicación de poseer sus obrasprincipales: «Flegeljahre», «Siebenkäs» y «Titan». Tampoco podemos olvidar el «Schatzkästlein» y los poemas alemanes del narrador de anécdotas clásico, J. P. Hebel.

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Existen actualmente varias ediciones buenas y completas de Hölderlin y colocamos con devoción una de ellas en nuestra biblioteca; a menudo conjuraremos esta noble sombra y escucharemos esa mágica voz. Las obras de Novalis y de Clemens von Brentano le harán compañía, aunque por desgracia falta una edición realmente satisfactoria de Brentano. Sus narraciones y cuentos no han caído nunca del todo en el olvido, pero sólo unos pocos han descubierto la profunda música del lenguaje de sus poemas. «Clemens Brentanos Frühlingskranz» («La corona primaveral de Clemens Brentano») es un monumento común dedicado a él y su hermana Bettina. «Des Knaben Wunderhorn» («El muchacho y el cuerno maravilloso»), la antología de canciones populares alemanas realizada por él y Arnim, debe figurar naturalmente en nuestra biblioteca como una de los libros alemanes más bonitos y originales. De Arnim nos quedamos con una buena selección de sus novelas cortas en la que no deberán faltar obras espléndidas como «Die Majoratsherren» («Los mayorazgos») e «Isabella von Ägypten» («Isabel de Egipto»). Siguen algunas narraciones de Tieck, sobre todo «Der blonde Eckbert»; «Des Lebens Überfluss» («La abundancia de la vida») y «Aufruhr in den Cevennen», así como «Der gestiefelte Kater» («El gato con botas»), probablemente la obra más divertida del romanticismo Alemán. De Górres falta desgraciadamente una edición adecuada. Tampoco ha vuelto a editarse desde hace muchos años una obra maestra como la «Geschichte Merlins» («La historia de Merlin») de Friedrich Schlegel. De Fouqué nos interesa solamente la sugestiva «Undine».

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Las obras de Heinrich von Kleist deben figurar en su totalidad, tanto los dramas como las narraciones, los ensayos y las anécdotas. También este autor fue descubierto tarde por su pueblo. De Chamisso nos contentamos con «Peter Schlemihl», aunque a este librito le corresponde un lugar de honor. De Eichendorff tomamos la edición más completa: aparte de sus poemas y del popular «Taugenichts» («El vagabundo») deben estar presentes las restantes narraciones; en cambio sus obras de teatro y sus escritos teóricos no son imprescindibles. De E.T.A. Hoffmann, el narrador más brillante del romanticismo, deberíamos tener varios volúmenes, no sólo sus historias cortas más populares, sino también la novela «Elixire des Teufels» («Los elixires del diablo»).

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Los cuentos de Hauff y los poemas de Uhland no son obligatorios, más importantes son los poemas de Lenau y de Annette Droste, dos extraordinarios músicos del lenguaje. De los dramas de Friedrich Hebbel, uno o dos volúmenes, además de sus diarios, al menos en forma de selección; tampoco debe faltar una edición decente, no demasiado breve, de las obras de Heine (¡también su prosa!). Luego una edición bonita, abundante de Mörike, sobre todo los poemas, después «Mozart» y «Hutzelmännlein» («Duendecillo») y quizás también «Der Maler Nolten». Podemos seguir con Adalbert Stifter, el último clásico de la prosa alemana, con «Nachsommer» («Veranillo»), «Witiko», «Studien» («Estudios») y «Bunte Steine» («Piedras de color»). En Suiza nacen en el último siglo tres narradores importantes para la literatura en lengua alemana: Jeremías Gotthelf de Berna, el magnífico autor épico de los campesinos Gottfried Keller y C. F. Meyer de Zurich. De Gotthelf nos quedamos con las dos novelas de «Uli», de Keller con el «Grüne Heinrich», «Die Leute von Seldwyla» («La gente de Seldwyla») y también el «Sinngedicht»; de Meyer con «Jürg Jenatsch». De ambos existen también poemas notables como otros nombres de poetas que no hemos mencionado los buscaremos en una de las buenas antologías de lírica mo derna que existen. El que quiera podrá quedarse también con «Ekkehard» de Scheffel. También quiero interceder en favor de Wilhelm Raabe: no deberíamos olvidar su «Abu Telfan» y «Schüderump». Pero aquí terminamos, naturalmente no para cerrarnos al mundo moderno de los libros, no, también debe haber sitio para él en nuestros pensamientos y en nuestra biblioteca, pero constituye un tema aparte. A nuestro tiempo no le corresponde juzgar sobre lo que ha de figurar en el patrimonio que sobreviva a las generaciones.

EL FRENESÍ DE SADE

En medio de toda esa ruidosa epopeya imperial se ve flamear esa cabeza aterradora, ese pecho enorme surcado de relámpagos, el hombre- falo, perfil augusto y cínico, gesto de titán terrible y sublime; en esas páginas malditas se siente circular como un escalofrío de infinito, se siente vibrar sobre esos labios quemados, coma un soplo de ideal tormentoso. Aproximaos y oiréis palpitar en esa carroña cenagosa y sangrante arterias del alma universal, venas hinchadas de sangre divina. Esta cloaca está amasada con azul de cielo; hay en esas letrinas algo de Dios. Cerrad los oídos al choque de las bayonetas, al gañido de los cañones; apartad la vista de esa marea oscilante de batallas perdidas o ganadas; entonces veréis destacarse de esa sombra un fantasma inmenso, deslumbrante, inexpresable; veréis pender por encima de toda una época sembrada de astros el rastro enorme y siniestro del marqués de Sade.

[Swinburne]

La fosa, una vez recubierta, será sembrada, para que después, al encontrarse el terreno de la citada fosa guarnecido, de nuevo y el bosque cubierto como lo estaba antes, las huellas de mi tumba desaparezcan de encima de la superficie de la, tierra cama me satisface que mi memoria desaparezca de la memoria de los hombres.

[El Marqués de Sade]

Al excluirse de la humanidad, Sade no tuvo en su larga vida más que una ocupación que decididamente le interesó: enumerar hasta el agotamiento las posibilidades de destruir seres humanos, destruirlas y gozar con el pensamiento de su muerte y sus sufrimientos. Una descripción ejemplar, aunque fuese la más hermosa, habría tenido poco sentido para él. Sólo la enumeración interminable, aburrida, tenía la virtud de extender ante él el vacío, el desierto, al que aspiraba su rabia (y que sus libras vuelven a presentar ante aquellos que los abren).

El frenesí alejaba la conciencia. A su vez la conciencia en su condena angustiada negaba e ignoraba el sentido del frenesí. Sade fue el primero que en la soledad de la presión dio expresión razonada a esos movimientos incontrolables, sobre cuya negación ha fundado la conciencia el edificio social y la imagen del hombre. Para ello tuvo que dar la vuelta e impugnar todo lo que los demás consideraban inamovible. Sus libros producen la sensación de que, con una resolución exasperada, quería lo imposible y el envés de la vida: tuvo la firme decisión del ama de casa que, deseando terminar, desuella a un conejo con un movimiento seguro (también el ama de casa revela el reverso de la verdad y, en ese caso, el reverso es también el corazón de la verdad). Sade se basa en una experiencia común: La sensualidad fue libera de las trabas ordinarias- se despierta no sólo ante la presencia, sino también ante una modificación del objeto posible. En otros términos: como un impulso erótico es un desencadenamiento (con relación a los comportamientos de trabajo y, en general, a las conveniencias sociales) lo desencadena el desencadenamiento coincidente de su objeto. "Desgraciadamente el secreto está más que demostrado - observa Sade -, y no existe un libertino que esté ya algo anclado en el vicio que no sepa hasta qué punto el crimen tiene poder sobre los sentidos..."

La imaginación de Sade ha llevado hasta el límite ese desorden y ese exceso. Nadie, a menos que no le preste oídos, termina los Ciento veinte días sin estar enfermo: el más enfermo es desde luego aquel que se siente enervado sexualmente por esta lectura. Esos dedos partidos, esos ojos, esas uñas arrancadas, esos suplicios en donde el horror moral agudiza el dolor, esa madre que se ve conducida por el engaño y el terror al asesinato de su hijo, esos gritos, esa sangre vertida entre tanta fetidez, todo al fin se suma para producirnos la náusea. Nos supera, nos asfixia y produce, al mismo tiempo que un agudo dolor, una emoción que descompone y que mata. ¿Cómo se atrevió? Y sobre todo, ¿cómo pudo? El que escribió esas páginas aberrantes lo sabía, estaba llegando al último límite imaginable: no hay nada respetado que él no ridiculice, nada puro que no mancille, nada amable que no colme de horrores. Cada uno de nosotros se ve personalmente afectado: por poco que nos quede de humano, ese libro ataca como una blasfemia, y como una enfermedad del rostro, a todo lo más querido, lo más santo. Pero ¿y si seguimos adelante? Ese libro es el único ante el cual el espíritu del hombre está a la medida de lo que es. El lenguaje de los Ciento veinte días es el del universo lento, que degrada con golpe certero, que martiriza y destruye la totalidad de los seres a los que dio vida.