30 octubre, 2006

GENET. SEVERA VIGILANCIA

Otro maldito, Jouandeau, ha espresado muy bien lo que se podría llamar la maldición ontológica: "El insulto es perpétuo. No esta solamente en la boca de éste o aquél, explícito, sino en todos los labios que me nombran; está en el 'ser' mismo, en mi ser, y lo encuentro en todos los ojos que me miran. Está en todos los corazones que tienen que habérselas conmigo; está en mi sangre e inscrito en mi rostro con letras de fuego. Me acompaña siempre y a todas partes, en este mundo y en el otro. Es yo mismo y es Dios en persona quien lo profiere al proferirme, quien eternamente me da ese nombre execrable, quien me ve desde ese punto de vista de la ira"

[Jean-Paul Sartre, San Genet comediante y mártir]

La indiferencia de Genet ante la comunicación es origen de un hecho cierto: sus relatos interesan, pero no apasionan. No hay nada más frío, menos conmovedor, bajo el deslumbrante alarde de palabras, que el alabado pasaje en que Genet cuenta la suerte de Harcamone. La belleza de ese pasaje es la belleza de las alhajas; es demasiado ostentosa y de un mal gusto bastante frío. Su esplendor recuerda las exhibiciones que Aragón prodigaba en los primeros tiempos del surrealismo: la misma facilidad verbal, el mismo recuerdo a las facilidades escandalosas. No creo que este género de provocación deje un día de seducir, pero el efecto de seducción está subordinado al interés por un éxito exterior, a la preferencia por una apariencia falsa, más rápidamente perceptible. Los servilismos en la búsqueda de esos éxitos son los mismos en el autor que en los lectores. Cada uno por su lado, autor y lector, evitan el desgarramiento, la destrucción, que es la comunicación soberana y se limitan uno y otro a los prestigios del éxito.

Este aspecto no es el único. Sería inútil querer reducir a Genet al partido que supo extraer de sus brillantes dotes. En la base hay en él un deseo de insubordinación, pero ese deseo, aunque sea profundo, no guía siempre el trabajo del escritor.

Lo más notable es que la soledad moral - y la ironía - en que se enreda le han mantenido fuera de esa soberanía perdida, cuando fue el deseo de ella lo que le impulsó a las paradojas de que he hablado. En efecto, la búsqueda de la soberanía por parte del hombre alienado está, por un lado - por el hecho de la civilización -, en la base de la agitación histórica (ya se trate de religión, ya de lucha política emprendida, según Marx, a causa de la "alienación" del hombre); pero, por otro lado, la soberanía es el objeto que se oculta siempre, que nadie ha alcanzado, y que nadie alcanzará, por esta razón definitiva: que no podemos poseerla como un objeto, que nos vemos reducidos a buscarla. Una fuerza similar a la de la gravedad aliena siempre en el sentido de la utilidad a la soberanía propuesta (hasta los soberanos celestes, a los que sin embargo, la imaginación habría podido liberar de toda servidumbre, se subordinan a fines útiles). Hegel en la Fenomenología del Espíritu desarrollando esa dialéctica del amo (el señor, el soberano) y el esclavo (el hombre sometido al trabajo) que se halla en el origen de la teoría comunista de la lucha de clases, conduce al esclavo al triunfo pero su aparente soberanía no es entonces más que la voluntad autónoma de la servidumbre: la soberanía sólo tiene para sí el reino del fracaso.

Por tanto, no podemos hablar de la soberanía frustrada de Genet como si existiera una soberanía real que se opusiera a ella y de la cual fuera posible mostrar la forma realizada. La soberanía a la que jamás el hombre ha dejado de pretender, no ha sido nunca ni siquiera accesible y no tenemos por qué pensar que habrá de serlo algún día. A la soberanía de que hablamos, podemos tender... en la gracia del instante, sin que un esfuerzo similar al que hacemos racionalmente para sobrevivir tenga el poder de aproximamos a ella. Jamás podemos ser soberanos. Pero diferenciamos los momentos en que la suerte nos lleva y, divinamente, nos ilumina con los resplandores furtivos de la comunicación, y esos momentos de infortunio en los que el pensamiento de la soberanía nos impulsa a ver en ella un bien. La actitud de Genet, ansioso de dignidad real, de nobleza y de soberanía en el sentido tradicional es el digno de un cálculo abocado a la impotencia. Piénsese en esos, que hasta en nuestros días forman legión que, eligen la genealogía como ocupación. Genet tiene sobre ellos la ventaja de su trayectoria al mismo tiempo caprichosa y patética. Pero se da la misma torpeza en el erudito al que impresionan los títulos que en Genet cuando escribe estas líneas, que se refieren a la época de sus vagabundeos por España:

"No me detenían ni los carabineros ni los agentes de la policía municipal. Lo que veían pasar no era un hombre sino el curioso producto de la desgracia, al que no pueden aplicarse las leyes. Yo había traspasado los limites de la indecencia. Hubiera podido por ejemplo, sin que se extrañaran ante ello, recibir a un príncipe de sangre, grande de España, llamarle primo mío y hablarle en el más hermoso lenguaje. Esto no habría sorprendido.

-¿Recibir un grande de España?, ¿Pero en qué palacio? Para haceros comprender mejor hasta qué punto yo había alcanzado una soledad que me confería la soberanía, si yo utilizo este procedimiento retórico, es porque me lo imponen una situación y un éxito que se expresan con las palabras encargadas de expresar el triunfo del siglo. Un parentesco verbal traduce el parentesco de mi gloria con la gloria nobiliaria. Yo era pariente de príncipes y reyes por una especie de relación secreta, ignorada del mundo, la misma que le permite a una pastora tutear al rey de Francia. El palacio de que yo hablo (porque no tiene otro nombre) es el complejo edificio de delicadezas, cada vez más sutiles, que iba labrando el orgullo sobre mi soledad."

Este pasaje, sumándose a los otros ya citados, no solamente precisa la preocupación dominante de Genet: acceder a la parte soberana de la humanidad, sino que además subraya el carácter modesto y calculador de esta preocupación, subordinada a esa soberanía, cuya apariencia, antaño, era considerada históricamente como real. Hace ver al mismo tiempo la distancia que media entre el pretendiente que persigue mezquinamente éxitos superficiales y los grandes y los reyes.

EL PARRICIDIO. DOSTOIEVSKI. FRAGMENTOS

Dostoyevski el poeta, el neurótico, el moralista y el pecador. Los hermanos Karamazof es la novela más acabada que jamás se haya escrito, y el episodio del gran inquisidor es una de las cimas de la literatura mundial. Por desgracia, el análisis tiene que rendir las armas ante el problema del poeta.

De la complicación de la personalidad de Dostoyevski hemos extraído tres factores: uno cuantitativo y dos cualitativos. Su extraordinaria afectividad, la disposición instintiva perversa que había de hacer de él un sádicomasoquista o un criminal y sus dotes artísticas, inanalizables. Este conjunto podría existir muy bien sin neurosis. Hay, en efecto, masoquistas completos no neuróticos. Conforme a la relación de fuerzas entre las exigencias instintivas y las inhibiciones a ellas contrapuestas (exceso de los caminos de sublimación disponibles), podría aún clasificarse a Dostoyevski dentro de los llamados «caracteres instintivos». Pero la situación es enturbiada por la coexistencia de la neurosis, la cual, como ya hemos dicho, no es inevitable y fatal en semejantes circunstancias, pero se constituye tanto más fácilmente cuanto mayor es la complicación que el yo ha de vencer. La neurosis no es más que un signo de que el yo no ha logrado una tal síntesis y ha perdido, al intentarlo, su unidad.

El parricidio es, según interpretación ya conocida, el crimen capital y primordial, tanto de la Humanidad como del individuo. Desde luego, es la fuente principal del sentimiento de culpabilidad, aunque no sabemos si la única, pues las investigaciones no han podido determinar con seguridad el origen psíquico de la culpa y de la necesidad de rescatarla. Pero tampoco es preciso que sea, en efecto, la única. La situación psicológica es complicada y precisa de aclaración. La relación del niño con su padre es una relación ambivalente. Además del odio que quisiera suprimir al padre como a un enfadoso rival, existe, regularmente, cierta magnitud de cariño hacia él. Ambas actitudes llevan, conjuntamente, a la identificación con el padre. El sujeto quisiera hallarse en el lugar del padre porque le admira; quisiera ser como él y quisiera al mismo tiempo suprimirlo. Ahora bien: toda esta evolución tropieza con un poderoso obstáculo. En un momento dado, el niño llega a comprender que la tentativa de suprimir al padre como a un rival sería castigada por aquél con la castración. Y así, por miedo a la castración, esto es, por interés de conservar su virilidad, abandona el deseo de poseer a la madre y suprimir al padre. En cuanto tal deseo permanece conservado en lo inconsciente, constituye la base del sentimiento de culpabilidad. Todos éstos son, a nuestro juicio, procesos normales, el destino normal del llamado complejo de Edipo.

Lo que hace inadmisible el odio al padre es el miedo al mismo; la castración es temerosa tanto en calidad de castigo como en calidad de precio del amor. De los dos factores que reprimen el odio al padre, el primero, el miedo directo al castigo y a la castración, puede ser calificado de normal, mientras que la intensificación patógena parece ser aportada por el otro factor, el miedo a la actitud femenina. Una intensa disposición bisexual es así una de las condiciones o uno de los refuerzos de la neurosis. Podemos estar casi seguros de que Dostoyevski entrañaba tal disposición, manifiesta en la importancia que tuvieran en su vida las amistades masculinas (homosexualidad latente), en su conducta singularmente cariñosa para con sus rivales en amor y en su excelente comprensión de situaciones sólo explicables por una homosexualidad reprimida, como lo prueban múltiples pasajes de sus novelas.

Si el padre fue severo, violento y cruel, el super-yo toma de él estas condiciones, y en su relación con el yo se restablece aquella pasividad que precisamente había de ser reprimida. El super-yo se ha hecho sádico, y el yo se hace masoquista; esto es, femeninamente pasivo en el fondo. Fórmase en el yo una magna necesidad de castigo, que permanece, en parte como tal a disposición del destino y encuentra, en parte, satisfacción en el maltrato por el super-yo (sentimiento de culpabilidad). Todo castigo es, en el fondo, la castración y como tal, el cumplimiento de la antigua actitud pasiva con respecto al padre. También el destino es tan sólo, en último término una ulterior proyección del padre.

Así, pues la fórmula correspondiente a Dostoyevski será ésta: un sujeto de disposición bisexual particularmente intensa, que puede defenderse con singular energía su dependencia de un padre especialmente duro. Este carácter de la bisexualidad lo añadimos a los componentes de su personalidad antes fijados. El síntoma temprano de los «ataques de muerte» se nos explica así como una identificación con el padre, tolerada por el super-yo con un fin punitivo. «Has querido matar a tu padre para ocupar tú su lugar. Pues bien: ahora eres tú el padre, pero el padre muerto.» Tal es el mecanismo corriente de los síntomas histéricos. «Y, además, ahora el padre te mata a ti.»

Para el yo, el síntoma de la muerte es la satisfacción imaginativa del deseomasculino y al mismo tiempo una satisfacción masoquista. Para el super-yo es unasatisfacción del impulso punitivo, o sea, una satisfacción sádica. Ambos, el yo y elsuper-yo, siguen desempeñando el papel del padre.

La novela de Dostoyevski avanza en esta dirección un paso más. También en ella es otro el que ha cometido el crimen; pero alguien que se hallaba en el asesinato en la misma relación filial que Dimitri, el protagonista, con respecto al cual es abiertamente confesado el motivo de la rivalidad sexual. El parricida es, en efecto, otro hermano, al que Dostoyevski atribuye singularmente su propia enfermedad, la pretendida epilepsia, como si quisiera confesar que el neurótico y epiléptico que en él había era un parricida. Y luego sigue en el informe ante los tribunales la famosa burla contra la Psicología, calificada de cuchilla con dos extremos, la cual constituye un habilísimo encubrimiento, pues basta darle la vuelta para hallar el sentido profundo de la concepción de Dostoyevski. No es la Psicología lo que merece la burla, sino el procedimiento judicial. Es indiferente quién haya cometido realmente el crimen; para la Psicología, lo único que importa es quién lo ha deseado en su fuero interno y ha acogido gustoso su realización, y por eso son igualmente culpables todos los hermanos -con la sola excepción de Aljoscha, figura de contraste-, tanto el vividor entregado a sus instintos, como el cínico escéptico y el criminal epiléptico. En Los hermanos Karamazof hallamos una escena que caracteriza magistralmente a Dostoyevski. El staretz reconoce en una conversación con Dimitri que entraña en sí la disposición al parricidio y se arrodilla ante él. Este acto no puede ser desde luego una expresión de admiración; ha de significar que el santo rechaza en sí la tentación de despreciar o condenar al asesino y se humilla por ello ante él. La simpatía de Dostoyevski hacia el delincuente es realmente ilimitada; va mucho más allá de la compasión, a lo que puede aspirar el desgraciado, y recuerda el respeto que a los antiguos inspiraban el epiléptico y el demente. El criminal es para él casi como un redentor, que ha tomado sobre sí la culpa que de otro modo habrían tenido que soportar los demás. Uno no necesita ya asesinar después que él ha asesinado y tiene que estarle agradecido, pues de otro modo hubiera tenido uno mismo que cometer el crimen. Esto no es sólo benigna compasión, sino identificación sobre la base de idénticos impulsos asesinos, y en último término, narcisismo ligeramente desplazado. Lo cual no anula en modo alguno el valor ético de tal bondad. Acaso es éste, en general, el mecanismo de la compasión, más fácilmente perceptible en este caso extremo del poeta, dominada por el sentimiento de culpabilidad. Es indudable que esta identificación simpática determinó decisivamente en Dostoyevski la elección de los temas literarios.