LA EDAD DEL PAVO
Jean Paul, hijo de un maestro y organista, se llamaba en realidad Johann Paul Friedrich Richter y vino al mundo el 21 de marzo de 1763 en Wunsiedel. «No se deje», dijo más tarde en una ocasión, «no se deje nacer ni educar un poeta en una capital, sino a ser posible en un pueblo, a lo sumo en una ciudad pequeña. La opulencia y el exceso de estímulos de una gran ciudad son para el alma excitable de un niño una comida a base de postres, como beber aguardientes y bañarse en vino caliente. La vida se le agota en la infancia y después de haber conocido lo más grande, sólo desea a lo sumo lo pequeño, los pueblos. Si pienso en lo más importante para el poeta, el amor, en la ciudad ve alrededor del continente cálido de sus amigos y familiares las grandes zonas frías del solsticio y de los hielos de las personas no queridas con las que se encuentra como un desconocido y por las que siente tan poco amor y entusiasmo como la tripulación de un barco que se cruza con la tripulación de otro barco. Pero en el pueblo se ama a todo el pueblo y ningún recién nacido es enterrado sin que todos conozcan su nombre, su enfermedad y su tristeza, y ese magnífico interés por todo lo que tiene un rostro humano y que trasciende incluso al forastero y al mendigo, incuba un amor humano condensado y el pulso verdadero del corazón.»
Cuando Jean Paul, el escritor ya famoso, se prometió y casó en Berlín con la hija de un alto funcionario, había escrito el «Siebenkas» hacía tiempo y debía saber cómo es el amor y el matrimonio para personas que suelen llevar la cabeza en las nubes. El lo hizo a pesar de todo, y el matrimonio fue tan desgraciado y fue soportado con tanta dignidad como cabía esperar de él. Y de nuevo surgieron obras, más grandes, más inspiradas, más formidables: sus dos obras maestras, el «Titán» y«Flegeljahre». Aquí se encuentra el apogeo evidente de esta vida. El cénit ya había sido rebasado cuando se instaló en 1804 en Bayreuth donde solía encerrarse en la famosa Rollwenzelei con su material de escribir y su tarro de cerveza y trataba de olvidar en los placeres del pensamiento y la creación lo que no funcionaba en la vida. Y había muchas cosas que no funcionaban, aparte de algunas amistades y correspondencias, aquella vida no tenía una realidad, se deshacía en dos mitades, la que transcurría en la mesa de trabajo, con cerveza y vértigo creativo y otra anodina de rostro gris y cotidiano. Jean Paul no consiguió nunca juntar ambas partes, sin embargo, se reconoce que sus obras son las gigantescas obras de un genio. Pero ninguna de éstas se hubiera escrito si Jean Paul hubiese tenido la suerte de entenderse mejor con el mundo y consigo mismo. Todas ellas han nacido de esta discrepancia; esta insuficiencia, este vacío entre el aquí y el allá son realmente la fuente de toda su creación. En sus años de Bayreuth Jean Paul escribió aún algunos libros, innumerables artículos, prólogos, recensiones, discursos, reflexiones, aforismos, entre los que hay muchas cosas deliciosas pero la gran fuente estaba oparecía agotada, el enorme afán de producción se había convertido en una obsesión, y sólo al final volvió a brotar espléndidamente algo de la antigua fuerza en la novela «Der Komet» («El Cometa») que no llegó a terminar. Jean Paul murió el 14 de noviembre de 1825.
"Siebenkäs"
Cuando una persona empieza a sentirse vieja y enferma, cuando su ambición se debilita y sus objetivos pierden poco a poco su brillo, entonces surgen ante ella en horas de cansancio y en noches de insomnio las imágenes de su juventud, la contemplan desde mil ojos vivos, letra en el recuerdo de ambiciones olvidadas, de pasiones apagadas, de fuegos extinguidos del pasado, despiertan el recuerdo del amor que floreció, de la fuerza que ardió, de la alegría que brilló. Es posible que este recuerdo sea doloroso, es posible que esté lleno de melancolía y reproche, sin embargo es bueno, pues aunque todo lo pasado sea irrecuperable e irrepetible, desde su lejanía nos mira lleno de consuelo y admonición: consuelo porque todo sufrimiento pasa, admonición porque también los dolores y los miedos de hoy han de ser vividos, sufridos y probados y también ellos darán fruto. Así también en tiempos de esfuerzo agobiante y enfermedad dolorosa un pueblo volverá a las imágenes brillantes de su pasado en busca de consuelo y admonición, para encontrar el sentido de su esencia, la seguridad del sentimiento, la confianza en sí mismo.
BRUNO SCHULZ. BAJO LA CLEPSIDRA
¿Qué aspecto tengo? A veces me contemplo en el espejo. ¡Espectáculo extraño, ridículo y doloroso! Nunca me veo de frente, cara a cara. Un poco más al fondo, más lejos, me detengo allí, en el reflejo, de lado, de perfil; permanezco así, sumido en mis pensamientos, y miro de reojo detrás mío. Nuestras miradas dejaron de encontrarse. Cuando me muevo él se mueve también dándome la espalda como si ignorase mi presencia, como si hubiese franqueado muchos espejos y no pudiera ya volver. La pena aprieta mi corazón cuando lo veo, tan ajeno e indiferente. ¡Eres tú, quisiera gritar, tú fuiste mi reflejo fiel, me acompañaste durante años y ahora no me reconoces! ¡Por Dios!
Extraño, con la mirada desvaída, permaneces y pareces escuchar algo, esperar una palabra más de allí, del abismo vítreo, obedeces a otros, esperas sus órdenes.
Sentado, en la mesa hojeo los viejos, amarillentos apuntes universitarios, mi única lectura.
Bruno Schulz
Sanatorio bajo la clepsidra, 1937
Bruno Schulz fue uno de los grandes escritores, uno de esos grandes prestidigitadores que convierten el mundo en palabras. En éste, su segundo y último libro, la escritura, con sus febriles acumulaciones de metáforas y sus imprevisibles lanzamientos al aire de objetos pesados, parece aún más singular que en el primero. El mágico caserío y la familia se difuminan, con débil resplandor en la pompa del calendario y en el desdoblamiento de una joven conciencia. La sensibilidad se muestra enteramente artística: «la fervorosa belleza del mundo» se revela por medio de los símbolos transparentes del álbum de sellos de un condiscípulo, y los soberbios efectos atmosféricos del tránsito de las estaciones son conjurados, más de una vez, en términos de deliberados escenarios teatrales, «un teatro ambulante, poéticamente ilusorio, una enorme cebolla roja que siempre descubre nuevos panoramas bajo cada una de sus capas». Estos panoramas se le entregan al autor a través de los lentes de la memoria -esa elaboración cerebral privativa del hombre que requiere la inyección de un lenguaje para poderla codificar. El tenaz artificio del lenguaje logra comprometer a la naturaleza en su conspiración:
¿Quién sabe del paso del tiempo cuando la noche baja la cortina un instante sobre lo que ocurre en sus profundidades? Ese corto intervalo, sin embargo, es suficiente para cambiar el decorado, para liquidar la gran empresa de la noche y toda su fantástica pompa tenebrosa. Podéis despertaros aterrorizados con el sentimiento de haber dormido en exceso, y veréis en el horizonte el radiante rayo luminoso del alba y la negra masa sólida de la tierra.
Sensible a lo informe, Schulz concede más atención que Samuel Beckett al hastío, al preponderante limbo de la vida, a las pruebas falsas de la experiencia, a las estaciones muertas, a aquellos negativos trechos del tiempo en los que dormimos o damos cabezadas. Su percepción del tiempo ocioso es tan fuerte que el inexorable medio temporal parece débil e inconstante.
Todos sabemos que el tiempo, ese elemento indisciplinado, se mantiene precariamente dentro de sus límites gracias a una labor incesante, a un cuidado meticuloso y a una continua regulación y corrección de sus excesos.
Liberado de esta vigilancia, empieza de inmediato a hacer trucos, a correr salvaje, a practicar irresponsables bromas y a entregarse a locas payasadas. La incongruencia de nuestros tiempos privados se muestra evidente.
«La incongruencia de nuestros tiempos privados» -la frase encierra un rasgo problemático de la literatura moderna: su encarcelamiento en lo personal. Al dejar de lado a reyes, héroes y hasta las sagas populares que inspiraron a Joseph Conrad y Thomas Hardy, el escritor parece condenado a vivir, como el narrador de «Soledad» (en El Sanatorio bajo la ciepsidra), en su antiguo cuarto de infancia. Limitado, en una época científica que ha redefinido la verificación, a los episodios que ha presenciado, a la existencia vivida entre monótonos minutos, el escritor es impulsado a exagerar y la textura de la magnificación es caprichosa. De un modo más puro que Proust o Kafka, Schulz renunció a las múltiples deformaciones de una reflexión obsesiva, entregándonos unas veces un padre tan birllante como el meteoro reluciente que, «rutilando con mil luces», salta a la lona del cuerpo de bomberos y, en otras ocasiones, un padre reducido a basura.
¿He de confesar que mi habitación está amenazada? ¿Cómo? ¿Amurada? ¿Cómo podría abandonarla? Eso es; no hay obstáculos para una voluntad firme, nada puede oponerse a esa gran ansia. Únicamente tengo que imaginarme la puerta, una buena y vieja puerta como la de la cocina de mi niñez, con un picaporte de hierro y un pestillo. No hay habitación amurada que no pueda ser abierta con tal puerta; sólo hace falta la fuerza de la imaginación para insinuarlo.
Bruno Schulz
Sanatorio bajo la clepsidra, 1937