19 abril, 2007

LIBRO. EXTINCIÓN de DAVID FOSTER WALLACE

Wallace siempre ha sido blanco de flechas chistosas sin que eso signifique negar el hecho de que más que probablemente sea el escritor más importante de su generación, de una generación crecida a la sombra y nutriéndose de los frutos de ese gigantesco árbol totémico que es Thomas Pynchon.

Wallace es más Pynchon que Pynchon. Wallace trabaja enfocando el telescopio/microscopio de Proust, conectando con los procedimientos más extremos de los escritores surrealistas para aparearlos con el paisaje social-realista de la literatura norteamericana más clásica, incorporando ciertos modales de los llamados “superficcionalistas” y algún que otro tic de Nabokov y a donde va a dar todo esto es a tramas que podrían leerse como la versión macro de las tramas minimal de los mejores episodios doméstico/laborales de la serie The Twilight Zone.Wallace es Pynchon puro, sin diluir ni adulterarchon.


Un hombre que recuerda un episodio traumático de su niñez cuando fue secuestrado por un enloquecido maestro suplente (“El alma no es una forja”); un canal reality que emite las 24 horas escenas de sufrimiento físico o psicológico y las tripas de un hombre producen esculturas fecales y animadas con la forma del dios Anubis o la estatuilla de Oscar y lo que ocurre en Style, una revista de fashionistas cuya redacción está en una oficina del World Trade Center, y es julio del 2001, y ya saben lo que va a pasar en un par de meses (“El canal del sufrimiento”); una batalla matrimonial a propósito de unos ronquidos (“Extinción”); el horror vacui expresado en la jerga cada vez más críptica pero reveladora de una reunión de marketing donde se prueba un nuevo producto alimenticio (“Señor Blandito”); la deconstrucción de una anécdota oída en un avión sobre un niño salvaje (“Otro pionero”); una mujer que descubre, luego de una cirugía plástica, que su rostro se ha convertido en una “máscara” que sólo expresa el terror (“La filosofía y el espejo de la naturaleza”); algo que puede ser leído como una confesión estética o credo ético en forma de memoir muy selectiva (“El neón de siempre”) protagonizada por un tal David Wallace pero en la boca suicida de un amigo de infancia; y –la muy breve “Encarnaciones de niños quemados”, un prodigio de contención en el que Wallace parece decirnos “Yo también puedo hacer esto”– la impotencia de unos padres que no saben qué hacer ante el dolor de su bebé.


El problema para muchos –y la gratificación para algunos, entre los que me incluyo– es que Wallace, con todo esto, escribe cuentos. Y, para la crítica más formal made in USA, no está bien “hacerse el loco” en el relato porque para eso, en todo caso, está la novela. Y comparadas con sus colecciones de textos no tan breves, las novelas de Wallace (incluyendo a la colosal en todo sentido La broma infinita, de 1996) son casi normales. Lo que se incluye en La niña del pelo raro (1989), Entrevistas breves con hombres repulsivos (1999) y ahora en Extinción (2004) es, por lo contrario, el núcleo duro y atomizado de la obra de Wallace. Estos relatos-ensayados son el lugar donde más brilla y encandila este autor con su fuerza y su talento y –junto a sus ensayos-contados, recopilados en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (1997) y Consider The Lobster (2005)– el mejor sitio para comprender qué es lo que quiere hacer o deshacer, lo que le interesa provocar a Wallace.


Un revulsivo ensayista y crítico, Dale Peck, afirma que lo que en realidad busca Wallace con su prosa –lo que más o menos inconscientemente expresa– es las ganas de ser sodomizado. Otro, el de The Miami Herald, más cauto pero igualmente espantado, asegura que “pocas veces ha existido un escritor que desprecie más a los lectores”. Un tercero, en Harper’s, concluye con cierta preocupación que “Wallace está en su derecho de escribir un gran libro que sólo gente como él pueda entender. Me gusta pensar que yo soy uno de ellos; pero no tengo la menor idea de cómo convencerlos a ustedes que también son parte de ellos; y tampoco, me parece, sabe cómo hacerlo Wallace”.

Por Rodrigo Fresán